Víctor Herrero

El Acuerdo Ruso

relato corto

Diego llegó unas horas antes de lo previsto a Domodédovo, el Aeropuerto Internacional de Moscú. Tenía tiempo para entretenerse en el duty free y comprar cualquier regalo a su hija pequeña y a su mujer.

Los días de trabajo en la capital rusa se habían hecho más duros de lo previsto. El frío, las continuas reuniones y la revisión de tediosas tablas de datos le habían dejado casi sin energías. No veía el momento de volver a Madrid, quitarse la ropa térmica y relajarse con la familia.

Su empresa, una multinacional en el sector de las telecomunicaciones, estaba a punto de comprar otra rusa de menor entidad pero con gran potencial. Si se llegaba al acuerdo, podía suponer un gran cambio en su vida, ya que le habían ofrecido dirigir la filial allí, un puesto de jerarquía superior al de director comercial que ocupaba en dichos momentos. Parecía una proposición precipitada, una manera de tentarle y forzar que escribiera un informe positivo acerca de la fusión entre las dos compañías. Aunque para Diego, más allá de que la idea de mudarse a Moscú no le atraía demasiado, la tentación de convertirse en director general significaba un dulce capricho del destino, porque pensaba que se lo había ganado con su esfuerzo. Al fin y al cabo, él era un exitoso treintañero de buena familia, convencido de que cuando uno trabaja de manera incansable e íntegra, consigue una buena posición laboral.

Antes de perderse por las tiendas de la terminal, se sentó a ojear el correo del trabajo. Desplegó el portátil, se conectó a la wifi gratuita y contestó los emails más urgentes con respuestas automáticas. Cuando estaba cerrando el ordenador, vio cómo se acercaba un hombre sudoroso, mal vestido, más o menos de su edad, con gesto acelerado y cara de preocupación.

—¿Hablas mi idioma? —preguntó el recién llegado en perfecto castellano, y ocupó el asiento pegado a su derecha.

Diego asintió con recelo, escrutándole de arriba abajo. Acto seguido, el andrajoso le dio un abrazo y le dijo:

—He visto la bandera de España en la funda del portátil.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó Diego, zafándose, apartándole con los brazos.

—Me han robado, me han dado una paliza —explicó a toda prisa el entrometido—. Llevo más de un día sin comer y no puedo ir a ningún sitio donde esté seguro fuera del aeropuerto. Necesito que me hagas un favor: cómprame un billete para España. No tengo dinero, no hablo inglés ni entiendo este maldito idioma.

—Está bien —soltó Diego, tuteándole también—. Pero ¿qué haces en este país?

—Estoy aquí porque soy gilipollas. Yo vivo en Alicante. Allí conocí a una chica rusa en la playa. Era una mujer increíble: guapa, dulce… Ella hablaba un poco de español y me dijo que estaba huyendo de su expareja. Pasamos el fin de semana juntos. Me quedé colgado de ella. Pensé que era la mujer de mi vida, un regalo que me caía del cielo después de una mala racha. No imaginé que hubiera nada malo en lo que me estaba pasando. Me dijo que se quedaría conmigo, que empezaría una nueva vida en España. Solo necesitaba volver aquí a recoger unas cosas. Me pidió que la acompañara y me pagó el billete. Vine con ella y, al llegar a Rusia, unos tipos nos asaltaron, se la llevaron y…

—Entonces —interrumpió expectante Diego—, ¿ella también está en peligro?

—No exactamente. Creo que esa mujer me tendió una trampa. Cuando esos hombres aparecieron, sabían lo que estaban buscando. Yo había fanfarroneado sobre un dinero que tenía de una herencia. Le mentí. Supongo que quería impresionarla. Se debieron pensar que era un ricachón y cuando vieron que no tenía un duro intentaron acabar conmigo. Sin embargo, conseguí escapar. El problema es que ahora me vigilan constantemente. Por esa razón tengo que estar siempre en lugares públicos.

Diego se quedó pensativo, escuchando el relato sin quitar ojo al desconocido; trataba de averiguar cuánto de verdad había en esa increíble historia. Por un lado, creía que debía ayudar a ese hombre, lo veía tan desesperado y nervioso… Sin embargo, su instinto le decía que no debía hacerlo. Respiró profundamente sin dejar de mirarlo, y al fin soltó:

quiero creerte. Pareces una buena persona, y puedo acompañarte a la comisaría del aeropuerto para que denuncies a esos tipos.

—No, solo necesito que me ayudes con el billete y salir de este país cuanto antes.

—Lo siento, creo que entonces no puedo ayudarte.

—Está bien, tenía que intentarlo. Pero ten cuidado, seguro que nos han visto hablando. Espero que ahora no la tomen contigo.

—¿Qué quieres decir?

El extraño se alejó corriendo, dejando en el aire esa última pregunta, mientras el ejecutivo lo miraba entre atónito y aliviado, preguntándose si lo que había escuchado tenía más tintes de paranoia o de simple mentira.

Diego se levantó del asiento para hacer las compras. Fue hacia una de esas tiendas donde las colonias, las botellas de licor y los chocolates esperan para ser elegidas por los turistas. Cogió el perfume preferido de su mujer y un juego de muñecas rusas para la pequeña. No se encontraba de humor para pensar en algo más complicado. Cuando llegó a la caja fue a sacar la cartera para pagar mientras observaba distraído el vaivén de turistas por la tienda. Se asustó en un primer instante, ya que no la encontró donde siempre la llevaba, en el interior del traje. En ese momento hurgó por el resto de sitios donde pudiera haberla dejado. A medida que, bolsillo tras bolsillo, su desesperada inspección fracasaba, Diego se ponía más nervioso. Dejó los souvenirs en los estantes y volvió corriendo al lugar donde había estado sentado. En la cartera lo tenía todo: el billete de avión, las tarjetas, ¡el pasaporte!

En el asiento no encontró nada, así que empezó a correr hacia la comisaría del aeropuerto para comunicar la pérdida, cuando se dio cuenta y frenó de golpe: ese hombre… ¡le había robado la cartera! Sí, era lo que había sucedido. Tenía que encontrarlo. Dio media vuelta y fue en dirección a la zona de los restaurantes. De todas las sandeces que le había contado ese tipo, lo único que le había parecido real era que estaba hambriento. Llegó a una cafetería y ojeó entre la gente sin suerte. Dirigió su mirada hacia el horizonte, donde podía ver un par de restaurantes de comida rápida. Al fondo, en una mesa arrinconada, había un desaliñado que estaba comiéndose un bocadillo. Caminó en esa dirección para observarlo mejor. ¡Sí, desde luego que era él! Aceleró el paso para cogerlo in fraganti, cuando sintió un fuerte golpe en la coronilla. Su vista se volvió borrosa y cayó al suelo desmayado.

Al recobrar la consciencia, Diego estaba en una sala blanca, sentado, esposado por las manos, junto a dos policías rusos y el extraño que le había engañado.

—¡Soltadme! ¿Qué estáis haciendo? —gritó Diego.

—Tranquilízate. Estás detenido —explicó el estafador.

—¿Detenido? ¿Por qué? Tú me has robado la cartera contándome un montón de mentiras, y ahora no sé a qué viene esto. ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?

—Soy Luis Salamanca, policía español. Trabajo en una operación junto con la Interpol y la Policía rusa. Llevamos tiempo siguiendo a una banda que opera en diferentes países. Suplantan la identidad de ejecutivos en diferentes empresas y luego blanquean dinero. El modus operandi es bastante enrevesado, aunque muy rentable. Para llevarlo a cabo necesitan varios cómplices, generalmente colegas de profesión de la víctima con pocos escrúpulos a los que amenazan si no hacen lo que les piden. Luego les sobornan con un buen puesto en la empresa para que no les delaten. Sabemos que tú colaboras con esa banda.

—¿Cómo puedes decir algo así? ¿Estás loco? —preguntó aturdido Diego—. ¿Qué hay de la historia de la chica que me has contado antes?

—¡Era una burda mentira! —exclamó con desprecio el agente—. Solo quería averiguar qué clase de persona eres.

—¿Mentira? ¿Y cómo sé que lo que me dices ahora es cierto?

—¿Crees que esto es una broma? Te hemos seguido estos días en Moscú. Has visitado en varias ocasiones la Sala Aries, un negocio regentado por un colombiano al que llaman Israel, el loco. Israel es muy amigo de Lorenzo Rivas, el principal cabecilla de la banda que investigamos, con el que has coincidido en diferentes ocasiones en ese local.

—Oye, oye. No sé si esto es una locura tuya o un tremendo error ―dijo Diego, buscando comprensión con la mirada en la sala—. ¿Esos hombres uniformados son policías de verdad? Tengo que hablar con ellos: Sorry sir, do you speak english? Can you hear me?

No te molestes en intentarlo. Solo hablan ruso… Y sí, son policías reales —soltó Luis Salamanca acercando mucho su cara a la del detenido—. Oye, Diego, estás metido en un gran lío. Yo que tú confesaba lo que sabes. Es la única manera de que en el juicio consigas una condena que no te arruine la vida por completo. Aquí la justicia no es tan benévola como en nuestro país. Yo que tú iría pensando muy bien qué vas a decir de aquí en adelante.

Puedo explicarlo. Mi empresa está negociando para asociarse con otra rusa. Yo he estado estos días observando cómo trabajan para luego emitir un informe. Algunos chicos de la oficina de Moscú me han llevado a ese local a tomar algo después de la jornada y allí me han presentado a mucha gente que no había visto en mi vida…

—¿Me estás diciendo que tu empresa te ha enviado solo para ver la viabilidad de la fusión? ¿Quién eres? ¿El hijo del jefe? ―preguntó con sorna el agente.

Antes de mí han venido otras personas de mi compañía. Actualmente, en la oficina de Madrid tenemos una auditoría externa, y yo venía a observar cosas de mi departamento. Bueno, si estoy detenido podré hacer una llamada telefónica. Aquí también es un derecho, ¿no?

—Claro, te acercaré un teléfono. Yo aprovecharía para hablar con mi abogado.

—Quiero llamar a mi casa. Necesito hablar con mi mujer.

El policía español se fue de la sala y dejó al preso solo con los dos pasmarotes uniformados. Diego empezó a sollozar. Era la primera vez que tenía un problema con la justicia. Solo quería solucionar ese asunto y volver a casa. Se miró las muñecas apresadas y suspiró con fuerza. A los pocos segundos, Luis Salamanca volvió con un teléfono inalámbrico que entregó a Diego. El detenido llamó a toda prisa:

Cariño, soy yo, Diego… ¿Cómo que qué he hecho? ¿Que lo sabes todo? ¿A qué te refieres?… Yo no he hecho nada de lo que cuentan…Oye, no sé qué te han dicho, pero no es verdad. ¡Tienes que creerme!… Siento mucho que te hayan amenazado. A mí me tienen retenido.… Cariño, no te preocupes. Aclararé este embrollo y volveré a cuidarte y…

Diego separó el teléfono de su cabeza con cara de perplejidad. Tenía los ojos encendidos, como si estuviera viendo el mismísimo fuego eterno.

has terminado la llamada, supongo —apostilló el policía español.

—¿Qué le habéis contado a mi mujer? —preguntó enfurecido el preso que, acto seguido, tiró con fuerza el teléfono al suelo.

Nosotros no hemos hablado con tu familia —contestó impasible Luis.

—Pero ella sabe que estoy detenido y que me toman por un delincuente.

Es el siguiente paso. A ver cómo te lo explico: nadie, de ninguna autoridad gubernamental, ha hablado con tu mujer. Han sido Lorenzo y sus hombres. Saben que te hemos cogido. A ella le han contado que eres un criminal peligroso con una doble vida desde hace años, y que la Policía rusa te ha detenido. Luego, le habrán comentado que ella, siendo pareja tuya, también es sospechosa, por eso está bajo vigilancia; así que no puede hablar con nadie ni salir de casa. Y que además corre un serio peligro, ya que esa mafia querrá ir a por ella para cogerla de rehén. Seguramente ahora tu casa estará rodeada por gente de esa banda, que tu mujer creerá que son policías velando por su seguridad.

—Esto es una pesadilla… —lloró el detenido, llevándose las manos a la cabeza.

Te veo muy agobiado, Diego. Vamos a hacer una cosa: voy a dejarte tranquilo unos minutos para que pienses bien bien bien lo que me vas a contar. Nosotros nos vamos y va a entrar alguien que conoces. A lo mejor puedes hablar con él y pensar entre los dos cómo afrontar mejor esta situación.

Los policías se fueron de la sala. Acto seguido, entró un individuo trajeado, con la corbata hecha trizas y la camisa manchada. Su rostro estaba demacrado y la barba de varios días no conseguía ocultar un escandaloso moratón en el pómulo izquierdo.

Jesús, ¡qué haces tú aquí! —exclamó asustado Diego, según lo vio entrar—. Creía que estabas en la oficina, en Madrid. ¿¡Pero qué te han hecho!?

Joder, no sé cuánto tiempo llevo retenido. Veo que también te han cogido estos cabrones. Al menos tienes buen aspecto, joder. Yo estoy hecho mierda.

¿Qué ha pasado? ¿No volviste la semana pasada?

Me cogieron en el aeropuerto. Cuando iba a embarcar llegaron dos tipos uniformados de Policía rusa y me llevaron a un cuarto oscuro. Me dieron una paliza tras otra. No decían nada. Solo me pegaban. Hasta que vino ese otro tipo que habla español.

¿El policía español?

¿De veras crees que ese tipo es policía?

No sé, ya no sé qué pensar… ni qué creer.

—Lo bueno fue que a raíz de llegar él no me pegaron más. Me dieron algo de comer y dejaron que me duchara. Más tarde ese tipo empezó a interrogarme y a acusarme de trabajar para una banda mafiosa que suplanta la identidad de personas.

—¿Cómo podemos convencerles de que no estamos relacionados con ese tema?

—No podemos. Yo lo he intentado todo: les he suplicado, les he amenazado… Esos hombres no son de la Interpol. Creo que en realidad son ellos los miembros de esa banda. Así que estamos jodidos.

—Espera. Si son ellos los tipos que suplantan la identidad, ¿por qué nos acusan a nosotros de pertenecer a esa banda?

—Quién sabe. Quizá nos estén probando para ver cómo reaccionamos. Puede que eso les sirva para averiguar quién es el mejor candidato. O a lo mejor simplemente lo hagan para burlarse de nosotros. En cualquier caso, estamos jodidos.

—Dios, no quiero morir…

—Es peor aún —interpuso Jesús con la mirada perdida, como si fuera consciente por momentos de una verdad incontestable—. Nos matarán y acabarán con cualquiera con el que tengamos una relación cercana. Por esa razón siempre eligen a víctimas con poca familia. Cuanta menos gente tengan que eliminar, mejor. El resto de nuestros conocidos creerá fácilmente que después de quedarnos sin familia queramos irnos a trabajar a otro país, cuando en realidad es un cabrón mafioso el que disfruta de nuestra vida, esquivando a la justicia gracias a nosotros.

—Pero algo podremos hacer, ¿no?

—Los he oído hablar entre ellos. Hay más hombres que hablan castellano, además del español que dice que es policía. Tienen acento latino. Un día, mientras estaba tirado en esa pocilga donde me han tenido hasta hoy, escuché que hablaban al otro lado de la puerta de cargarse a alguien, para que un tal Antonio Carrasco pudiera suplantarle.

A Diego le cambió el color de la tez.

—¿Qué pasa? ¿Le conoces? Es parecido a mí, ¿no?

—He visto por televisión que es un narco al que buscan en varios países. —Diego paró su atención en su compañero de cuarto—. Dios mío, de cara no os parecéis mucho, aunque es de tu altura y tiene tu misma complexión.

la cara puede hacerse cirugía —masculló Jesús para sí—. Lo sabía. Sabía que hablaban de mí.

—Oye, no tiene por qué. Si te fijas, tú y yo, salvando que yo soy un poco más alto, tenemos una complexión parecida, también similar a la de ese mafioso. Puede que tú no les hayas encajado, por eso te mantienen con vida, y me han cogido a mí.

—No, no lo creo —soltó pensativo Jesús, pareciendo comprender por primera vez la verdad.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque también los oí decir que tienen dos tipos de víctimas, aunque una de las dos personas sale mejor parada que la otra. Al primero es al que matan y suplantan la identidad. Ese está jodido del todo, muere él y su familia. Con la otra víctima mantienen la coartada. Esa es la que hace que la mentira sea creíble ante los demás. Le ofrecen un buen puesto en la empresa en cuestión y de esa forma le sobornan para que no hable. Además, su familia puede sobrevivir si es capaz de convencerlos para que participen en la trama.

—Pero no entiendo cómo lo hacen…

—Supongo que no es fácil de explicar. Creo que primero inventan una pequeña empresa ficticia. Montan un tinglado que parezca real. Simulan ser legales y eficientes. Eso les sirve de gancho para que otras más grandes del sector quieran comprarlas y participar de sus supuestos beneficios. Entonces empiezan los contactos con personas de la empresa grande.

—¿Y de qué manera eligen a las víctimas? —preguntó cada vez más alarmado Diego.

—Imagino que tantean a varias personas. Ahí discriminan quién les puede servir y quién no. Tendrán que tener ciertos requisitos o probarlos de alguna forma.

—Tiene sentido, joder, lo que he visto estos días en Moscú, en las reuniones y cuando salía con ellos a tomar un trago después. Era como si, no sé, como si fuera demasiado perfecto. Los datos de la empresa eran inmejorables y ellos parecían gente de lo más eficiente. De hecho, a veces parecía que me estuvieran probando, como si no quisieran averiguar qué tipo de profesional soy, sino qué estaría dispuesto a hacer para conseguir mis objetivos. Supongo que no he querido ver la realidad. Creía que era una buena oportunidad para nuestra compañía, y bueno… también para mí.

—Claro. ¿Te han dicho algo? ¿Te han hecho alguna proposición?

—No, no —mintió Diego—. ¿Y a ti?

—No, que va. Cuando llegué aquí y empecé a observar la infraestructura de la empresa rusa, todo era razonablemente normal. Sí, es verdad, quizá demasiado perfecto, pero no vi nada que me hiciera sospechar que no fuera real.

—Aunque no consigo entender cómo consiguen que nadie más sospeche y que se mantenga la mentira.

—¿Eso qué más da? ¿Por qué te preocupan tanto las dificultades de esa gente para realizar sus planes?

—Claro. Tienes razón.

De pronto, Jesús cambió la expresión de su cara por una más dura y, como si le costara soltar las palabras, dijo:

—¡Cabrón!

—¿Qué?

—Sabes que yo estoy jodido, que van a suplantar mi identidad por ese mafioso.

—¡Noooo!

—¡Claro que sí! Eso me lleva a pensar que, si yo soy el tipo al que matan, el otro, el sucio traidor que se confabula para que el plan funcione… eres tú.

Jesús se incorporó y se separó de Diego, mirándolo con desprecio, tratando de entender en qué maldito momento un tipo aparentemente honesto como él había decido traicionarlo.

—Yo también puedo decir lo mismo de ti —le increpó Diego, levantándose al mismo tiempo—. ¿Cómo sé que no estás con esa banda? Creía que habías vuelto a la oficina y ahora apareces aquí, no sé con qué intenciones.

—Te han ofrecido un buen puesto en la empresa rusa, ¿verdad? Así es. No me mientas. ¿Qué te han dicho esos bestias? ¿Que van a matarme y tú los tienes que ayudar?

Diego se abalanzó sobre su compañero, haciendo que los dos cayeran al suelo. Comenzó un forcejeo entre ellos en el que rodaron de un lado a otro de la sala, mientras hundían mutuamente sus manos en el cuello de su adversario. El primero se aprovechó del hierro de sus esposas para presionar el gaznate de Jesús, y poco a poco notó cómo su oponente cedía en la fuerza que hacía sobre su cuello hasta que se venció sobre el suelo sin respiración. Había matado a su compañero. ¡Lo había hecho! Diego se dejó caer también, aturdido, casi sin aire, mareado por el esfuerzo y las lesiones sufridas. Bocarriba, desesperado, y con el corazón queriendo salir de su tórax, sintió que perdía el conocimiento. En ese instante, escuchó detrás de él cómo se abría la puerta de la sala. Desde abajo, entre una nebulosa, pudo ver la cara de Lorenzo Rivas, que le miraba fijamente con una sonrisa. No sabía si iba a morir, ya ni siquiera le importaba, estaba ante las puertas del infierno.

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