Víctor Herrero

El Secreto de Luzbel

Capítulo 1
Los ecos del Pasado

La tarde empezaba a palidecer. Desde su despacho, Vanesa activó los automatismos de siempre en la hora de salir del trabajo. Fue al baño, cerró el reporte del día y se despidió de los pocos compañeros que aún quedaban. No le gustaba ser la última del turno en comisaría, pero el tiempo la había atrapado con un caso de violencia entre bandas rivales. Odiaba ese tipo de investigaciones, llenas de rencor y atrocidades; sin duda, el mayor ejemplo de la decadencia del ser humano.Acabó el definitivo sorbo de café y apagó el ordenador, cuando sonó el teléfono, queriendo decir la última palabra. Estuvo tentada de ignorar el ruido que la separaba del final de otra agotadora jornada laboral, aunque la responsabilidad fue más fuerte que ella.

El 12 de agosto de 2013, Vanesa Chacón era inspectora de la Policía Nacional en la comisaría de la zona centro de la capital de Burgos. A sus 37 años había pasado por todo tipo de situaciones en el trabajo. Poco le importaba que la valoraran por debajo de cualquiera de sus colegas, hombres. Era consciente de sus fortalezas, también de sus posibilidades; se había ganado a pulso lo que había conseguido y estaba orgullosa de ello.

El trabajo no era el único campo de batalla donde se desenvolvía a diario. De hecho, en casa, los contratiempos eran bastante más complicados. La desgastada convivencia de 10 años con su pareja se ahogaba poco a poco en un desierto de reproches y metas sin cumplir. Podía decirse que no habían sabido adaptarse a los necesarios cambios que sufre cualquier pareja con el tiempo.

Su marido, Carlos, era un ingeniero industrial tan fanático de su trabajo como poco entusiasta de lo demás. No tenía aficiones conocidas más allá de atontarse tras la estela de la pantalla de cualquier artefacto tecnológico. Y cada día que pasaba, su cara era más parecida a la de un desconocido que te cruzas por la calle y no te aporta nada. Que llevaran varios años intentando tener un hijo sin conseguirlo había pesado como una losa en la relación, sumando frustración, reproches y cansancio. Sobre todo, cansancio. Su matrimonio iba camino de disolverse de un momento a otro, y eso la desordenaba y asustaba a partes iguales.

 

La inspectora despegó el auricular del teléfono con recelo. Al otro lado contestó Ramón Gámez, un capitán de la Guardia Civil. Fue directo al grano. Quería reunirse con ella cuanto antes, donde Vanesa eligiera. La inspectora pegó aún más la oreja al auricular, intrigada:

—Ha ocurrido una desgracia en el Monasterio de Santa de La Vid ―expuso el capitán.

—¿A qué se refiere? —preguntó ella.

—Han matado a un fraile. El cadáver se encontraba en la habitación del prior con diferentes magulladuras en su cuerpo. También tenía una herida en la espalda, presumiblemente hecha con un objeto muy fino. Como ya sabe, hace 14 años hubo varios crímenes en las inmediaciones de ese convento. Entonces, los cuerpos además presentaban heridas realizadas con un objeto estrecho y alargado que nadie fue capaz de identificar.

—¿Seguro que con quien quiere hablar es conmigo? —preguntó Vanesa. 

—Contacté con la persona que llevó la investigación en última instancia, el inspector Óscar Duque. Fue cuando me enteré de que, en aquella época, trabajaba en su comisaría, en Burgos; aunque, hoy en día, sea comisario en el Distrito Delicias, en la provincia de Valladolid.

—Conozco al comisario Duque —asintió la inspectora.

—Tuve una entrevista con él el otro día. Ese hombre no se ha mostrado muy colaborador conmigo.

—Sí, Óscar puede ser alguien de lo más áspero.

—La verdad es que esperaba un poco más de ayuda entre agentes de la ley.

—¿Y qué necesita de mí? —preguntó directamente Vanesa.

—Verá, me inquieta la idea de que hayan matado a una persona en ese convento con un modus operandi similar al del caso del año 99. Ya le he explicado que he estado revisando las circunstancias de esa época. Hay varios aspectos que no entiendo y creo que usted podría explicarme mejor.

—Capitán, lamento no poder atenderle. Ya me iba de la comisaría y tengo un poco de prisa…

—Claro, claro. No quería molestarla. Si le parece, la llamo otro día de esta semana y concertamos una cita.

—Eso estaría bien. Lamento dejarle así.

—No se preocupe, de verdad. Hablamos en otro momento.

Mientras la inspectora colgaba el teléfono, un torrente de ideas dolorosas asaltaba su memoria. Agachó la cabeza, intranquila. No podía creerse lo que acababa de escuchar. No podía ser. No en ese momento. Su vida personal se iba al garete y el pasado llamaba a su puerta para saldar su deuda.

Enseguida se recompuso, pensando que alguien podía estar observando. Izó la vista para comprobar que algunas miradas se habían posado en ella. Cogió el bolso y se marchó de una vez. Quería olvidarse de ese asunto. Hacía más de 10 años que Vanesa no pisaba el Monasterio de La Vid. Ese templo era el origen de su vergonzoso y triste pasado. Llevaba tiempo tratando de borrar los recuerdos y equipajes de esa historia.

El pasado era igual de importante que doloroso. Esa época, el verano de 1999, era el momento en que había decidido labrar su carrera en la Policía Nacional. Entonces, era una joven estudiante de Sociología que acudía al Monasterio de La Vid ejerciendo de monitora de un campamento que se organizaba en sus inmediaciones. En realidad, conocía de antes el convento, ya que su tío, el padre Iván, era entonces el prior. Al aparecer de una forma tan inquietante aquellos hombres muertos, su juventud, caprichosa e impulsiva, saltó igual que un resorte. Unos años atrás había realizado un curso de Criminología, y absurdamente pensó que podía resolver dichos crímenes de forma paralela a las autoridades. Para llevarlo a cabo, se ayudó de Ángel Beltrán, un turista que pasaba unos días de retiro espiritual en la hospedería del convento.

Tras hurgar en varios indicios, averiguó lo que parecía el móvil de los crímenes. Aunque pronto su ocurrencia se topó con dificultades: el inspector a cargo de la investigación descubrió sus intenciones; su tío perdió la confianza en ella, y Ángel resultó ser la peor persona que podía haber elegido para ayudarla. 

Casi sin darse cuenta, se quedó encerrada en el monasterio bajo vigilancia policial hasta que la investigación oficial fue resuelta. El desenlace de los acontecimientos no pudo ser más cruel ni más increíble. Como si un mal novelista acabara la historia, uno de los sospechosos terminó suicidándose y reconociendo los crímenes en una nota escrita a máquina. Aquel suceso sirvió a la Policía para cerrar el caso.

El drama fue que Vanesa sabía que ese sospechoso, el jardinero del convento, no podía ser el verdadero asesino. En sus pesquisas, ella creía haber descubierto un misterio oculto en la biblioteca del monasterio, una antigua correspondencia entre altos cargos de la masonería escondida entre algunos libros. Tipos con poder e influencias. En las cartas se esgrimía un plan con el que se provocarían tres guerras entre diferentes naciones para, en última instancia, conseguir un Nuevo Orden Mundial. Esa correspondencia era una de esas leyendas que uno podía encontrar en los mentideros de diferentes foros sobre el Fin del Mundo. Por supuesto, Internet estaba lleno de páginas y comentarios sobre dichas cartas, a pesar de que nadie podía decir a ciencia cierta que existieran. Según esa pista, el asesino era un tipo desequilibrado que había hecho lo posible porque no se desvelara dicha información. Y todas aquellas personas que habían leído las cartas estaban muertas. Ella no había llegado a ver aquella correspondencia. Sabía de su existencia por el bibliotecario del convento, que decía haberla encontrado en el monasterio.

Parecía un disparate seguir una hipótesis como esa, basada en hechos circunstanciales, sin pruebas físicas ni confirmación de los indicios por los implicados. De hecho, Vanesa también hubiera aceptado la versión oficial en la que el jardinero del convento era el culpable de las muertes, si no hubiera sido porque gracias a Natalia Ruiz, una periodista del Diario de Burgos, consiguió una cinta de audio en la que se escuchaba hablando a ese empleado del monasterio con el verdadero asesino. En la grabación, el homicida reconocía los asesinatos del convento y al final acababa con el jardinero. Más tarde, solo tuvo que dejar una nota donde simulaba una confesión del empleado del convento y escapar.

Esos días todo fue demasiado rápido y confuso. Nada más escuchar la cinta, ella le contó a su tío el contenido de la misma. El prior la miró horrorizado y le instó a que se olvidara del asunto, que dejara la tarea de hacer justicia a quien le correspondiera; algo que rompió sus esquemas y que acabó con la relación entre ellos dos.

Vanesa no entendió la reacción de su tío. Dudó de cuánta información se estaba perdiendo, en qué mundo estaban ocurriendo las cosas, ni qué era real o qué era un enredo maquiavélico. Decidió que no podía fiarse de nadie. ¿Y si era cierto lo de aquellas cartas? No sabía hasta dónde llegaban los tentáculos de esa correspondencia. ¿Quién estaba implicado? ¿Quién no? Si la Policía actuaba de buena fe, si la Iglesia católica intentaba tapar algunos de sus escándalos o si realmente había personas que actuaban en nombre de Satán. Se asustó. Creyó que, si enseñaba la grabación a más personas, únicamente serviría para buscarse problemas, que la culparían de entorpecer el trabajo de las autoridades. Imaginó que únicamente podía confiar en Natalia Ruiz. Las dos se vieron en la misma disyuntiva.

Al final acabaron tomando la peor de las decisiones. En vez de comunicar la información que tenían sobre la cinta a la Policía Nacional, decidieron ocultarla. Ahora, en la distancia, Vanesa lo veía claro. Aquellos días tuvieron lo que algunos especialistas de la salud mental denominan una enajenación mental transitoria. No pensaron con la más mínima lógica. Se dejaron llevar por el clima que se había construido en sus cabezas. Acabaron creyéndose a pies juntillas que estaban en medio de una conspiración planetaria. Y empezaron una cruzada para descubrir la verdad».

Durante un par de años intentaron seguir la pista de ese asesino. Fue una verdadera obsesión. Intentaron localizarlo, buscando por los lugares donde podía haberse escondido, sin ningún resultado.

Con el tiempo, la desesperanza se apoderó de ellas. La periodista, harta de perseguir una sombra y por miedo a que la ocultación de información sobre un asesino la acabara salpicando, se desmarcó del asunto y se fue del país. Vanesa, aún inmersa en su empeño, volvió a revisar los indicios que tenía. Se preguntó por las ideas que no cuadraban sobre esas supuestas cartas de la masonería. ¿Qué sentido tenía que una correspondencia así se escondiese en un monasterio de agustinos de Burgos? Y, si no querían que las descubrieran, ¿por qué ocultarlas y no destruirlas?

Un día, revisando la grabación, escuchó al asesino decir que las cartas se habían guardado en el convento en un periodo en que este había estado deshabitado. Al ir a la hemeroteca, comprobó que el templo se había quedado vacío entre 1835 y 1865. Ese dato fue definitivo para aceptar su derrota, ya que la correspondencia, según aparecía en diversas informaciones, era del año 1871, lo que hacía imposible que se ocultaran en ese periodo en el monasterio.

Ahí entendió definitivamente lo que había ocurrido: todo era una invención del asesino. No había que darle más vueltas. Ese hombre estaba loco. Había fabricado un mundo ficticio con lo que le habían contado, lo que había visto o leído. Un mundo en el que ella había entrado sin remisión. Y ahora la ahogaba. Vanesa había incurrido en un delito grave. Creyendo que hacía el bien, había permitido que el verdadero culpable saliera del foco de la investigación y que se culpara de manera injusta a un inocente. Por esas cartas, que seguramente no eran reales. Solo le quedó aguantar la culpa y la vergüenza, como una justicia que la penetraba, igual que un virus que se extiende por el plasma sanguíneo a sus anchas.

Poco a poco se fue haciendo una persona más consumida y gris, aunque a la vez, un sentimiento de revancha fue naciendo en ella. Quería devolver lo que había quitado a la sociedad, a la justicia. Necesitaba hacerlo. Reconocer su error contando la verdad a las autoridades no iba a solucionar lo que ya había ocurrido. Solo podía intentar compensar de alguna manera.

Se presentó a las pruebas de la Policía Nacional, preparándose a conciencia. Pasó todas las evaluaciones a la primera. Incluso la entrevista personal, sufriendo lo suyo, por miedo a que averiguaran el secreto que arrastraba con ella. Enseguida se convirtió en una buena profesional que invertía la energía y el corazón necesario para desempeñar una labor ejemplar de servicio a los demás. Poco a poco fue ganando reputación y autoestima, a la vez que olvidaba el pasado que se sepultaba debajo de los buenos tiempos.

En el presente, poco importaba cómo habían sucedido los hechos. Tenía motivos de sobra para no querer quedar con ese capitán de la Guardia Civil. Le iba a dar todas las largas que hicieran falta, aunque tuviera que utilizar el saco de excusas que no desplegaba desde que era una joven a la que los hombres querían invitar a una consumición en los bares de copas.

 

La inspectora bajó la escalera de la comisaría pensando que tenía que ser firme en ese propósito, porque le había dado la sensación de que ese hombre no se iba a rendir fácilmente. Había sido su tono de voz o su condescendencia a la hora de colgar.

Según salía de aquel edificio gris acristalado donde pasaba parte de su jornada laboral, notó que alguien le rozaba el brazo. Vanesa se paró sobresaltada, mirando a la persona que la había tocado.

—¿La inspectora Chacón? —preguntó el hombre que la había parado.

—Sí —asintió la policía con desconfianza—. ¿Quién lo pregunta?

—El capitán Ramón Gámez. Hemos hablado hace unos segundos por teléfono —explicó alargando su mano para saludarla.

—Creía que habíamos quedado en vernos otro día —gruñó ella a la vez que lo saludaba—. Le acabo de explicar que ahora no tengo tiempo de atenderle.  

—Claro, es que estaba aquí cerca. Hace años estuve destinado en un cuartel muy próximo a esta comisaría. Había venido a hacer una visita a mis antiguos compañeros. Además, presentía que si la llamaba en otro momento me iba a encontrar con la misma situación que hoy. Sé que es usted una persona muy ocupada. Lo que necesito no nos llevará más allá de unos pocos minutos.

Vanesa escrutó a ese hombre amable que acababa de desmontar toda su estrategia en unos segundos tan solo con determinación, buenas palabras y una pose tranquila. El capitán era un tipo de su estatura, ni guapo ni feo, tirando a delgado, con el pelo castaño oscuro, muy liso, y las orejas una pizca despegadas de la cabeza. Tenía una mirada pausada, limpia, como si no supiera esconder la mentira entre sus palabras.

—Está bien, pero aquí no —continuó ella—. Vamos a una cafetería que hay a la vuelta. Le concedo un par de minutos.

Terminaron de bajar las escaleras y en el exterior torcieron a la derecha. Vanesa no quería ir a ninguno de los sitios habituales de después del trabajo. Avanzaron por Juan Padilla hasta perderse entre las calles de la capital de Burgos.

 

A esa misma hora, Ángel Beltrán miraba el techo de su cuarto agarrado a un DVD pegado a su pecho. Se aferraba a él con las manos temiendo que alguien pudiera arrebatárselo. Estaba tumbado sobre el frío suelo de la habitación 77, en el edificio de enfermos de hospitalización de larga estancia del Instituto Psiquiátrico de Servicios de Salud Mental José Germain, del municipio de Leganés. El centro se asentaba sobre un complejo enorme. Con dos fincas separadas de buen tamaño que ocupaban gran parte del centro de esa localidad del sur de Madrid. Era un lugar que se había sabido adaptar bien a los tiempos, transformando un antiguo manicomio en un espacio de tratamiento de salud mental para pacientes psiquiátricos de diversa índole. En cada una de las fincas, varias construcciones daban servicio en forma de centro de salud, hospital, rehabilitación, hospital de día… Él estaba en la finca de Santa Teresa, espacio que compartía con más de noventa pacientes hospitalizados.

Ángel estaba contento. Los malos tiempos eran parte del pasado. Ahora se encontraba más lúcido que nunca, veía las cosas con claridad y sabía diferenciar lo que era real y lo que no. Estaba seguro de que en poco tiempo le darían el alta. Lo presentía, y, sobre todo, lo necesitaba. Salir de allí era imprescindible en dichos momentos para seguir adelante con el plan, ya que el mundo había girado hacia una nueva era, hacia la etapa final.

Él conocía de memoria el contenido del DVD. Era el encargado de guardar esa información. En realidad, las imágenes no tenían nada que no hubiera visto el resto del mundo. Lo que hacía especial el disco era que el video estaba acompañado de una narración donde se explicaba paso por paso el significado y la simbología del acto grabado: el nombramiento del papa Francisco, el primer papa jesuita de la historia.

Igual que siempre, la gente conocía la verdad a medias o con una conveniente distorsión de la realidad. El ruido generado por ellos durante los años anteriores había servido para que nadie intuyera los auténticos planes de su organización. Todo el mundo había oído hablar de lo transcendental que había sido el año pasado. El «año del fin del mundo», según diferentes profecías. En el ocaso del calendario maya, el 21 de diciembre de 2012. Ellos lo habían presentado imaginando diferentes escenarios: la posible colisión de la Tierra con algún cuerpo celeste, la interacción de nuestro planeta con un agujero negro, un cambio geomagnético de los polos, la llegada de varios platillos volantes a la órbita terrestre… El fenómeno había producido millones de ventas de libros sobre el tema, lo mismo que decenas de miles de páginas web. También habían aparecido novelas de ficción, diversas películas de desastres como la titulada 2012, incluso canciones de éxito como «2012 (It Aint´t the End)».

Eso era bueno. Que hubiera alboroto. Que nadie supiera exactamente por dónde iban los tiros. O que por lo menos lo dudaran. Una de las tareas más importantes de su grupo había sido crear esa confusión. Bombardear con ideas distintas, de lo más ridículo a lo más creíble; el abanico era extenso. La mejor manera de que nadie supiera nunca qué era real y qué una simple ilusión vomitada al ambiente. Ellos tenían recursos por todas partes, personas encargadas de crear la desinformación necesaria: periodistas, empresarios, líderes de opinión, políticos, etcétera. En la época en que las noticias se consumen cual moda pasajera, la gente nunca sabría distinguir entre ruido e información. La estrategia era perfecta. El año anterior había sido un buen ejemplo de que es fácil darle la vuelta a una historia para contar lo que quieres o, lo que es lo mismo, para decir lo que la gente necesita oír.

En la actualidad, en el 2013, había calado entre la opinión pública que el 2012 únicamente marcaba el final de una etapa, que después el mundo encontraría una nueva prosperidad, un nuevo paradigma… Y no era mentira, aunque esa nueva era no fuera parecida a lo que la gente esperaba. Bastaba con usar ciertos eufemismos que confundieran, con aliñar un par de medias verdades para que parecería creíble. Se lo habían inculcado en la orden. Quizás era lo más importante de lo que había aprendido. Una enseñanza que tenían que seguir a rajatabla todos y cada uno de los miembros.

Ahora había comenzado la última fase del plan. Y el desenlace no vendría desde un único frente. Tenían ofensivas por todas partes. Actuaban a diferentes niveles. A veces en las estructuras más altas. Lo podías ver en las noticias de cualquier rincón del planeta. Desde comienzos de año, Siria había sufrido varios atentados, sumiendo al país en una guerra civil, en uno de los Estados más determinantes del mundo árabe. Otro país, Corea del Norte, había anulado el Tratado de no agresión con su vecina Corea del Sur y le había declarado la guerra a ella y a Estados Unidos. Su organización era la responsable de aquellos sucesos. Venían preparando el terreno desde hacía mucho tiempo. Solo les faltaba una señal. Un acontecimiento que mostrara que el final estaba próximo. 

Por fin, a comienzos de 2013, el Vaticano había hablado: el 11 de febrero, el papa Benedicto XVI anunciaba su renuncia por sorpresa. Esa decisión había llevado a la Iglesia católica a un cónclave, hasta que, el 13 de marzo, donde el cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, había sido ungido denominándose papa Francisco el segundo día de votación.

Su organización a su vez actuaba a escalas más locales. Era vital tener gente en cuantos más sitios mejor. Cuando estallas una bomba es tan valiosa su potencia como las pequeñas partículas de metralla. Todos eran importantes. 

Ángel llevaba varios años sin contribuir activamente en las acciones de la organización. En los últimos meses se había ocultado en ese lugar, donde se había hecho pasar por un loco. Desde entonces, había aprendido a soportar su exilio, a creerse parte de ese entorno caótico y rígido a partes iguales, incluso a sentirse a gusto en él, aceptando convivir en un ecosistema de normas sanitarias y compañeros extraños. Ese hospital le había ayudado a defender su coartada, aunque fuera sacrificando el bien más preciado que tiene alguien, el tiempo. Para el resto de personas sería razonable que él hubiera perdido la noción de la realidad mirando su pasado psiquiátrico. Solamente tenía que actuar un poco, seguir la corriente, para que el plan llegara a buen término. Porque solo importaba el plan, era más importante que él, más importante que todos y que todo lo demás.

En la actualidad, estaba deseando abandonar el perfil bajo con el que había actuado en los últimos años. Durante ese tiempo había cambiado de manera regular su lugar de residencia para pasar lo más desapercibido posible, alternando diferentes pisos ocupados de la provincia de Madrid. Había sido así hasta el incidente que le había llevado hasta ese centro de salud mental. Ahora no quería esperar allí más tiempo de brazos cruzados. Necesitaba volver a ser un actor principal. Se lo había ganado. Había hecho lo que le habían pedido, hasta cosas repugnantes y que iban contra lo que él creía. Era una propuesta que debía hacerles en cuanto pudiera. Tenía que contactar con el Mando. El Mando era la persona que lo mantenía informado mientras permanecía allí, quien le había hecho llegar el DVD y quien le contaba los pasos que se iban siguiendo. Ahora tendría que escuchar sus condiciones.

 

Ángel se levantó del suelo y escondió el disco en el interior del pijama. Abrió la puerta de la habitación y caminó hacia la sala de comidas. Su rictus era el de alguien seguro de sí mismo. Siempre intentaba no ser superado por las circunstancias. Cuidaba tanto su imagen como los gestos que la envolvían. En el centro psiquiátrico no podía cuidar su aspecto igual que solía hacer en la calle, pero su retrato seguía siendo llamativo. Su metro setenta se terminaba en una persona esbelta, delgada y atractiva. Con el cabello rubio, casi brillante, los ojos de un azul intenso y la piel más propia de un joven que de alguien que acababa de cumplir los 40.

El día a día en el hospital era de lo más sencillo. Para las comidas se juntaba con Sergio, un joven al que llamaban «El chico de la regadera». Sergio era un tipo alegre y de carácter tranquilo que medía casi 2 metros, con el pelo largo, barba poblada y piel morena, y que invertía la mayoría de su tiempo portando una regadera de jardinería a la que previamente había quitado la parte final y sustituido por un pitorro metálico de grosor considerable. Lo curioso era que no usaba el objeto para regar plantas. En vez de eso, todas las mañanas llenaba la regadera de agua, bebía de ella e iba dando de beber al resto de pacientes con los que se cruzaba. El hombre era tan simpático como obsesivo de su quehacer diario. Allí la gente tenía asumido que esa era su forma de mantener el equilibrio. Ni por asomo se trataba de impedir su rutina. Se le permitía la excepción asumiendo que era un riesgo controlado.

La mesa de Ángel la completaba María, una exbroker de bolsa de 60 años que decía haber sido engañada por sus socios en Walt Street. Era una mujer abotijada, con el pelo grisáceo y grasiento, que podía llevar en el brazo derecho o bien una muñequera gris, harapienta y roída, u otra deslumbrante con colores chillones y floridos. María era lo que antiguamente se denominaba una maniaco-depresiva con ideas paranoides. Su historia de intentos de suicidio parecía una montaña rusa que podía considerarse interesante por momentos, siempre y cuando no te la repitieran de dos a cinco veces al día.

En el desayuno, la comida y la cena tenía los mismos compañeros. Debía controlar eso. No podía fiarse de cualquiera. El plan era lo más importante. Más importante que él, más importante que cualquiera. Ese día, Ángel tenía una tarea pendiente que llevaba tiempo pensando cómo organizar, porque no iba a ser una empresa fácil. Ocurriría durante la cena, e iba a necesitar la ayuda de sus acompañantes.

Cuando Ángel llegó al centro psiquiátrico, hacía ya unos cuantos meses, llevaba consigo las famosas cartas de Albert Pike. Sabía que tenía que ocultarlas de los habituales registros que allí acontecían y que, para ello, debía elegir un lugar neutro que no fuera objetivo de pacientes, enfermeros o celadores. No parecía sencillo, pero el destino le puso la solución ante sus narices al día siguiente de ingresar en el hospital. Lo vio mientras paseaba por la institución. De repente, llegó el nuevo mueble de la televisión para el comedor. Un armatoste de madera que guardaron temporalmente en una sala auxiliar hasta su ubicación definitiva. Aprovechó el momento en el que los celadores lo dejaron apoyado en el suelo para llegar hasta él. Rebuscó en la parte de atrás un posible recoveco. Sacó del interior del pijama los documentos y los escondió en el sitio más inaccesible. Sabía que nadie miraría allí. Sin duda, el mueble de la televisión era un territorio suficientemente conflictivo para que ningún paciente metiera la mano y lo encontrara. Acercarse a él para cambiar algún canal o apagarla significaba declarar la guerra a unos cuantos internos de los más agresivos.

Ahora, que estaba a punto de salir, debía recuperarlas. Ese material era extremadamente importante. El problema era que el mueble de la televisión estaba a diario demasiado alejado de él. Los residentes allí utilizaban los mismos asientos para las comidas. No había una norma explícita. No obstante, la gente asumía que el sitio de cada uno era de cada uno, y eso se respetaba. Solo había algunas excepciones. Unas pocas mesas, mejor situadas que las demás, se las repartían entre los primeros que llegaban a hacer la cola para entrar en la sala. Eran un par de sitios más próximos a las ventanas y otros más pegados a la televisión. Al principio, Ángel pensó que debía intentar llegar entre los primeros a la fila y coger uno de aquellos asientos. Enseguida se dio cuenta de que incluso desde esa zona todavía había mucha distancia para poder acercarse al mueble y coger las cartas sin ser visto. Por suerte, se le ocurrió una idea para ganar tiempo y llegar a la televisión sin despertar sospechas. Ya que tenía claro que, para recuperarlas, necesitaba una maniobra de distracción en la sala, un espectáculo de magia donde todos miraran a otro sitio.

Si iba bien, vendría la parte más delicada y compleja. Con las cartas y el DVD en su poder, corría el riesgo de que las requisaran al salir de allí. Siempre los revisaban de arriba abajo antes de irse. Lo había visto con otros pacientes. Tenía que encontrar a alguien que se lo guardara durante la salida. Llevaba tiempo trabajándose a los celadores. Ángel siempre era obediente en sus órdenes directas. Les facilitaba sus tareas, tratándoles con amabilidad e interesándose por su vida privada. Incluso les preguntaba si podía ayudarlos en los momentos que los veía agobiados. En el último año, con los recortes en Sanidad, se había reducido de una manera significativa su número en el centro, y había afectado a su volumen de trabajo y su nivel de estrés.

El mejor para su cometido era Alberto, un celador que había quedado viudo recientemente y que llevaba allí poco tiempo. Ángel había intimado con Alberto. Sabía lo mal que lo estaba pasando por su situación personal y su fatiga laboral. También, que era tan sensible a las desgracias ajenas como a las propias. Se lo pediría a Alberto. Era su mejor baza. Tenía que acordar que él se quedara con el material mientras salía para quedar más tarde en la calle y recuperarlo.

Ángel siguió caminando hasta llegar a la entrada de la sala. Sus compañeros le esperaban al principio de la cola del bufet. Avanzó hasta ellos. En ese lugar se sabía que iban juntos. Los tres agarraron su bandeja, con la mirada cómplice por lo que iba a suceder.

Al llegar al punto más cercano a la televisión, Sergio chocó con el paciente de delante, fingiendo un empujón. Acto seguido, soltó la regadera para que cayera y se desparramara el líquido por la sala. En unos segundos se empapó el suelo que pisaban los comensales. María, que por aquellos días llevaba una muñequera floreada, elevó un grito de recriminación, insinuando que ese otro paciente le hubiera tirado a propósito el preciado objeto de Sergio. El estruendo no dejó un ápice de atención fuera de ese lugar, momento que aprovechó Ángel para salir de la fila y correr hacia el mueble de la televisión. Tenía que ser rápido y preciso. Si lo descubrían, no tendría una segunda oportunidad. No quiso mirar hacia ningún sitio que no estuviera en el campo de visión de su objetivo. Llegó al mueble y metió la mano por el hueco donde recordaba haber escondido las cartas. Buscó y rebuscó un par de veces, aunque no encontró nada. Intentó no ponerse nervioso. Se agachó un poco para introducir el brazo lo más al fondo que pudo y explorar bien los recovecos. Fue imposible. Sacó la extremidad y se levantó con la mirada perdida. Algo no cuadraba. ¡No estaban las cartas!

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victor herrero 2021

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