Víctor Herrero

Tres Historias Violentas

historia 1
AQUEL LUGAR DONDE ACABA LA CARRETERA

El día invitaba a disfrutar del momento, a pesar de que Raúl no tenía muchas ganas de pasarlo bien. Porque él era de esas personas que siempre buscan una excusa para estar de mal humor y porque el plan que había propuesto Nuria, su mujer, no era de lo más apetecible: pasar los dos, junto con su joven hija Belén, un fin de semana en una casita rural de un pueblo perdido de Ávila que lindaba con la Sierra de Gredos. El lugar no podía haber sido elegido con más desatino: una localidad llamada Navasequilla, donde se acababa la carretera y en invierno prácticamente no habitaba nadie ante el miedo a quedar atrapados por las seguras nieves. Aunque ese marzo de 2019 había sido amable con las temperaturas y las previsiones meteorológicas para ese fin de semana no parecían asustar. Situación que no evitaba las continuas quejas de Raúl por tener que desplazarse hasta ese enclave, pudiendo pasar tranquilamente sus días de descanso en casa, bajo el inoperante y efectivo influjo de la televisión, o algo parecido.

Viajaban en el coche de Nuria, un diésel con más de diez años y la potencia justa para no quedarse tirado en las empinadas cuestas. Según se acercaban al destino, el paisaje se iba transformando en un cuadro de montaña, y la naturaleza se disparaba a quemarropa evocando una belleza distinta. El zigzagueo de la estrecha carretera y la ausencia de arcén invitaban a no despistarse del asfalto, pero por momentos daban ganas de asomarse a cualquiera de los precipicios que acompañaban el camino. La perfección de los valles era hipnótica. Parecía mentira que existiera un lugar así a poco más de dos horas de Madrid, un territorio tan desconectado del mundo, tan alejado de las múltiples interrupciones que nos persiguen a diario. La altura a la que se encontraban mostraba una vegetación uniforme de piornos, típica de esas elevaciones, que se extendía a ambos lados de la carretera, como si fuera un mar de escobones sobre el que iban navegando.  

Cuando, según el GPS, quedaban menos de cinco minutos, el camino los llevó a dar otra curva de herradura a la izquierda y justo en esa cuneta apareció una pequeña ermita. No era gran cosa, pero daba las primeras señales de vida del pueblo, villa, pedanía o cualquier otro asentamiento que pudiera identificarse como la localidad donde estuviera esa dichosa casa rural. Los minutos siguientes se llenaron de incertidumbre en busca del lugar donde iban a pasar el fin de semana.

Las miradas de los tres recorrían el horizonte, igual que si necesitaran encontrar un recurso vital para pasar los próximos segundos de vida. Al doblar la última curva pronunciada, el paisaje se abrió para regalar unas vistas que lo explicaban todo: solo quedaban unos instantes para llegar y el resto del recorrido era un serpenteo que iba descendiendo hasta las casas que conformaban el pueblo. Atravesaron la población con extremo cuidado de no dañar el vehículo, ya que las cuestas y estrecheces obligaban a tener pericia conduciendo, hasta que dieron con la casa, prácticamente al final.

Raúl apagó el motor, bajó del automóvil, se acercó al alojamiento rural y llamó al timbre. Nadie contestó. Decidió asomarse a una de las ventanas, pero tampoco encontró ninguna señal de vida. El interior estaba apagado. Entonces se dio la vuelta, con la intención de coger el móvil que había dejado apoyado en el salpicadero, cuando vio alucinado cómo el coche arrancaba. Rápidamente se fijó para distinguir qué pasaba y pudo adivinar a alguien en el asiento del piloto: un tipo calvo, alto, con la piel muy clara. El desconcierto aceleró su paso hacia el vehículo. No sirvió de mucho ya que el coche se movió, echando marcha atrás con brusquedad. Raúl gritó inútilmente para que se detuviera. En pocos segundos ese tipo se llevó a su familia calle arriba. Había conseguido ver a su mujer por la ventanilla, aporreando el cristal, devorada por el pánico. Esa imagen se había quedado inyectada en su retina, igual que un tatuaje que ya no sirve y del que no es fácil desprenderse. No sabía a dónde había ido el coche ni por qué le habían arrebatado a su familia.

Empezó a correr la cuesta que había hecho el vehículo hasta que llegó a la plaza, el punto neurálgico de donde salían las diferentes calles del pueblo. Allí se paró. Cogió aire. Miró en todas direcciones. Ante sus ojos solo tenía un pilón de dos caños de donde brotaba abundante agua, frío y soledad. Quería gritar, pero no sabía para qué. Ese pueblo parecía deshabitado. No tenía teléfono ni cartera. ¡Todo lo había dejado en el coche! Siguió corriendo en dirección a la salida del pueblo.

De repente, descubrió una luz en un edificio que había en una parte más elevada a la que se accedía por unas escaleras de cemento. Llegó a las escaleras corriendo y se agarró a la barandilla metálica como si su vida dependiera de ello, dando más impulso a sus pasos. Abrió la puerta de entrada a toda velocidad. El interior era rectangular, con unas mesas desperdigadas y una barra de bar al fondo. Al espacio lo acompañaban dos personas: el camarero, un tipo alto, rubio y con el pelo rizado, y un cliente, que apoyaba sus brazos en la barra, muy moreno de piel, también alto y con un semblante alborozado, con apariencia de haberse pasado con el número carajillos de la mañana.  

Gracias a Dios que me encuentro a alguien —soltó Raúl con la respiración entrecortada.

El tipo de la barra miró hacia él con parsimonia, igual que si despertara de un letargo calculado.

Buenos días —contestó el camarero acompañado de una sonrisa alargada—. ¿Qué hace por aquí? Parece apurado.

Iba a la casa rural de abajo —expuso atropelladamente Raúl— y, cuando he salido del coche para llamar a la puerta, alguien se lo ha llevado, ¡con mi mujer y mi hija dentro! —gritaba cada vez más alto, siendo por momentos más consciente del drama que estaba viviendo—. ¡Tienen que ayudarme! ¡No sé dónde pueden estar y no tengo un teléfono para avisar a la Policía!

—Está bien. En primer lugar, tranquilícese —dijo el camarero—. ¿Cómo se llama?

—Mi nombre es Raúl Coloma —alargó el brazo para saludar al camarero.

—Yo me llamo Nacho y él es Darío —señaló al hombre contento de la barra—. Que yo sepa, ahora mismo somos los únicos habitantes del pueblo. ¿Quién dice que se ha llevado su coche y por qué?

Raúl estiró su espalda, respiró y, con aire renovado, expuso:

—Vale. No sé quién ha sido ni por qué. Por ese motivo necesito uno de sus teléfonos, para llamar a la Policía y que me ayuden a buscarlas.

El tipo de la barra bajó de su taburete, sonrió y, con un rictus burlón, explicó:

—No las va a encontrar.

—¿Cómo dice? —preguntó Raúl extrañado.

Que no las va a encontrar —insistió Darío, pareciendo cansado de explicarlo—. Ha habido un par de secuestros por la zona. En los pueblos de alrededor. Dicen que es un tipo que se lleva a mujeres, las viola, y luego las mutila. Pero nadie sabe quién es.

No puede ser… —gimoteó Raúl, llevándose las manos a la cara.  

A mí se me acaba de estropear el teléfono —aportó el camarero—. Se lo estaba contando justo ahora a Darío. Lo siento, pero no le va a servir de nada que se lo deje.

Y yo no tengo cobertura —comentó Darío, enseñando su móvil sin una sola raya—. En este pueblo solo se coge señal de una compañía de teléfono. Y no es la mía.

—¿Pero qué clase de lugar es este? —se preguntó atónito Raúl.

—Está usted en el pueblo más alto de España, a 1648 metros sobre el nivel del mar —informó Darío con una mueca orgullosa.

—En realidad, no es el más alto de España —corrigió el camarero—, pero sí uno de los más altos. Lo midieron unos tipos hace un tiempo.

—¡Y qué más da eso! —exclamó Raúl, a la vez que se alejaba de la barra y caminaba entre aspavientos—. No, no, no, no, esto no puede ser cierto. Es una broma. Sí, eso es. Es una broma de mi mujer. Estáis compinchados con ella. Me quiere hacer sufrir porque no quería venir a este pueblo. Ya me parecía extraño que le tocara en un sorteo el alojamiento gratis en esa casa rural.

—Pero ¿qué está diciendo? —le recriminó Nacho—. Creo que está delirando, amigo. Acérquese y cuéntenos exactamente qué ha pasado, para que podamos ayudarlo.

En ese instante Raúl fue consciente de la dimensión de su problema. Y después de explicar a los desconocidos cómo habían sido cada uno de sus pasos desde que había llegado a ese pueblo, el camarero y el borracho le animaron a que primero se serenara y después se tomara un trago. Raúl aceptó, a pesar de que no le apetecía tomar nada. La necesidad de agradar a esos individuos era más fuerte que ninguna otra circunstancia.  

—Ahora podemos estudiar cómo actuar —sonrió Nacho, mientras Raúl se terminaba la bebida que le habían preparado. 

—Lo mejor es que vayamos en dirección al siguiente pueblo —aportó Darío—. En lo alto de la carretera ya tengo cobertura.

Raúl apoyó el vaso vacío en la barra y animó con sus brazos:

—Entonces, ¿qué hacemos aquí? ¡Vamos para allá! 

—Voy, voy —le espetó el borracho, mientras bajaba con parsimonia de su taburete.

Raúl insistió en que se diera prisa, cuando sintió un fuerte pellizco en el estómago seguido de un zumbido en los oídos. De pronto, el mundo empezó a dar miles de vueltas hasta que perdió la consciencia.

 

 

Mientras despertaba, Raúl pudo saborear un fuerte amargor en la boca. Olía fatal y le dolían la cabeza, la espalda, las muñecas… Era parecido a despertar de un sueño muy profundo después un largo periodo con el Dios Morfeo. No recordaba nada.

Poco a poco, abrió los ojos y la luz le dio de forma violenta en la cara. Se echó hacia atrás hasta que se golpeó la cabeza con un objeto muy duro. Eso le terminó de espabilar. Ahí fue consciente de su situación. No podía creer lo que veía. En algún momento se había vomitado encima. Estaba sentado, maniatado por una cuerda, con los brazos a la espalda, los cuales rodeaban una gran piedra rectangular que salía del suelo, similar a un menhir. Había otras tres piedras más, igual a la que estaba atado, dispuestas en las cuatro esquinas de un rectángulo imaginario. Las cuatro formaban un potro para el ganado vacuno, algo que en su día serviría para poner los herrajes en las vacas de labranza, típico de esas tierras de ganaderos y de sus tareas agrícolas. A su espalda tenía una de las paredes de la iglesia. En la medida que pudo girarse, hizo un recorrido visual a su alrededor. Entonces lo vio. A su derecha había un individuo atado a otra de las piedras. Estaba consciente, pero parecía moribundo. Tenía magulladuras a lo largo del cuerpo, la camisa y el pantalón rotos, y un par de heridas por la cara. Era como si no hubiera dormido durante días, o peor aún, como si hubiera sufrido un dolor espantoso.

—Buenas. Soy Raúl.

—Sabino —dijo su compañero de cautiverio con dificultad para hablar. 

—¿Qué te ha pasado?

—Esos tipos —contestó Sabino—, ellos me hicieron esto. Me secuestraron, me golpearon, se llevaron a mi familia. Y ahora me tienen aquí retenido, igual que a ti.

—¿A qué tipos te refieres? —preguntó Raúl, empezando a recordar toda la escena que le había llevado hasta allí (el robo del coche, su búsqueda desesperada por encontrar a alguien y el encuentro al final con dos personas en el edificio que hacía de bar del pueblo).

—Ellos, ¡los del bar! Los mismos que te cogieron a ti. Vi cómo te traían inconsciente y te ataban a mi lado.

—¿Cuánto tiempo hace que me trajeron? —volvió a preguntar Raúl, terminando de recomponer en su cabeza todas las piezas del puzle.

—Unas tres horas. Yo llevo aquí más de un día.

—¿Pero qué pretenden esos desalmados? ¿Qué quieren? ¿Dinero? ¿O son un sádicos?

—No lo sé. Solo me dijeron que yo era un pecador y que tenía que pagar por mis pecados. Si reconocía mis faltas del pasado, mi final sería más sencillo, si no, a mí y a mi familia nos tocaría sufrir de manera espantosa, hasta que decidieran matarnos.

Raúl empezó a sollozar de manera desconsolada y a menear todo su cuerpo de adelante a atrás, tratando de zafarse de las cuerdas que le retenían.

—¡Por Diooooos! —empezó a gritar—. ¡Ayuda! ¡Ayudaaaa!

—¿Qué haces? —preguntó boquiabierto su compañero—. ¡Cállate! Solo vas a conseguir que vengan más cabreados. Y te aseguro que no querrás ver a esa gente cabreada. 

—Algo tendremos que hacer, ¿no? Además de esperar a que nos maten.

—Esa no es una buena idea. Te lo aseguro.

—Está bien. Por suerte tengo cierta habilidad…

—¿A qué te refieres?

—Con las cuerdas. La magia es una de mis aficiones. Creo que podré desatarme. Solo necesito un poco de tiempo. 

—Ni se te ocurra. ¿No me has escuchado? Si te pillan, te matarán a ti y a tu familia, haciéndoos sufrir de la manera más espantosa.

—Y si no hago nada, nos mataran igualmente —dijo mientras manipulaba y forcejeaba—. Perdona, pero prefiero arriesgarme.

—Luego no digas que no te he avisado. ¿Por qué crees que tengo este aspecto? Te aseguro que no salí así de casa… Intenté escapar y fue mucho peor. Me cogieron y me golpearon día y noche hasta que se cansaron. Pero no se conformaron con eso. Trajeron a mi hija delante de mí para que no se me volviera a ocurrir escapar, le dieron una paliza, la violaron y me hicieron suplicarles de rodillas que no la mataran. 

—Pero está viva, ¿no? —cuestionó Raúl desencajado, sin dejar de retorcer sus muñecas en busca de una salida a esas cuerdas opresoras. Quizá con más celeridad aún al ver de qué eran capaces los delincuentes.

—Sí, pero gracias a esa ocurrencia, mi pequeña tuvo que sufrir la peor experiencia de su vida. Todo por mi culpa.

—¡Eh! Solo hay unos culpables de esta situación. Y creo que ninguno de ellos está aquí atado a una piedra.

Raúl terminó de zafarse, comprobó el estado de sus muñecas, estiró su espalda, se incorporó del suelo y se dispuso a moverse.

—¿A dónde vas? —le preguntó Sabino.

—A recuperar a mi mujer y mi hija —explicó Raúl convencido—. Si tú no quieres luchar por ellas es cosa tuya, pero yo no voy a esperar aquí a que otros decidan por mí cuál va a ser el futuro de mi familia.

Raúl se dio la vuelta. No sabía hacia dónde tirar. Tenía claro que esos tipos no andarían muy lejos. Y por extensión, su familia tampoco. Su instinto le sugirió que debía ir a buscar un arma: una piedra, un cristal, un hierro… Empezó a rebuscar entre la maleza que lindaba con la pared de piedra de una casa baja. De pronto, alguien le placó con todo su cuerpo.

Era… ¡Sabino! No podía creérselo. ¿Cómo se había soltado? ¿Y por qué se comportaba así? No tenía sentido. Raúl no entendía nada de lo que estaba pasando. Las ideas se atolondraban en su cabeza en un baile desquiciado y cruel, mientras su improvisado oponente le sujetaba con fuerza los brazos e impedía que se levantara desde su posición elevada.

—¡Estate quieto! —exigió Sabino—. Eres un terco. Tenías que intentar escapar. No podías hacer caso. Ahora todo será más complicado para ti y tu familia. Te lo he avisado.

—¿Pero qué estás diciendo? —preguntó Raúl desde el suelo.

Sabino levantó la mirada hacia la iglesia y empezó a gritar:

—¡Chicos! ¡Se ha soltado! ¡Venid, necesito ayuda!

Al instante, llegaron corriendo los dos individuos del bar. Entre los tres cogieron a Raúl y le dieron un par de patadas en el torso para que no se moviera. La mirada de Raúl era de terror, estaba claro que ese tal Sabino le había engañado, que estaba con los secuestradores, seguramente para vigilarlo, y como coartada había fingido estar secuestrado también. Ahora venía el final. Solo esperaba que todo pasara deprisa. Quería llorar, quería rezar porque no fuera verdad lo que le habían contado. Le obsesionaba que esos energúmenos tocaran a su mujer o a su hija. Se conformaba con que eso no ocurriera. Aceptaba todo lo demás. Era su única súplica.

—¿Qué pensabas que conseguirías al intentar huir? —le preguntó Sabino—. No tienes escapatoria. En este pueblo estamos solo nosotros. ¿Querías buscar ayuda? No van a escucharte. Aunque subieras al campanario de la iglesia y repicaras las campanas con fuerza nadie vendría a salvaros. 

—¡Sois unos cobardes! —ladró Raúl desafiante, consumido por la rabia—. Soltadme y veréis si puedo o no salvarme…

Sabino se dio la vuelta, visiblemente enfadado. Se metió al soportal de la iglesia y abrió una puerta de madera que había en uno de los laterales.

—¿A dónde va? —preguntó Nacho, mientras se escuchaba el ruido de Sabino subiendo las escaleras que daban acceso al campanario. 

Un ruido estremecedor vino de arriba. Era Sabino, afanado en tocar campanas, con la mirada de alguien que ha perdido totalmente el raciocinio.

—¡Vale ya! —le increpó Nacho—. Creo que se ha dado cuenta de que está jodido.

El estruendo del campanario terminó. Al instante apareció el tipo calvo del coche que venía caminando desde el horizonte. Traía agarradas por cada uno de sus brazos a la mujer y la hija de Raúl. Las dos tenían los ojos vendados y una mordaza en la boca. El secuestrador las guiaba a la vez que ellas avanzaban temblorosas, sin siquiera susurrar un lamento, como si se entregaran a su trágico destino. Esa imagen congeló las esperanzas de Raúl. Era el final, para él y los suyos. Y no podía hacer nada para cambiar ese panorama.

—Está bien. Gracias por traerlas, Benja. Sitúalas para que vean y oigan todo bien —comenzó el discurso Nacho—. Es el momento de poner las cartas sobre la mesa. De explicar qué hacemos aquí. Dependiendo de si colaboras o no, todo va a ser más o menos rápido. 

—¡Soltadlas a ellas! ¡Haced conmigo lo que queráis! —gritó desesperado Raúl.

—No. Tu mujer y tu hija son elementos imprescindibles —explicó Darío—. Sin ellas nada de esto tendría sentido.

Darío trajo una cámara con un trípode que apoyó en el suelo. Enfocó con el objetivo la cara del secuestrado y dijo:

—Esto ya está listo. Raúl, ¿sabes lo que es una película snuff?

—Perfecto —dijo Sabino—. Entonces, encendamos la cámara y comienza el espectáculo… ¡ACCIÓN!

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