Vanesa aparece de forma abrupta por la puerta principal. En la iglesia de Santa María de La Vid no cabe un alma más, y las miradas se disparan sobre su cuerpo igual que una lluvia de cerbatanas bien condimentadas.
Llega tarde, quizá no tanto como para ser un insulto. Aun así, parece bastante inapropiado presentarse cuando el cura ya ha empezado el sermón del funeral de su tío Iván, el antiguo prior del monasterio. Por suerte, ya tiene la piel curtida y los gestos de desaprobación no la hieren en exceso. Los últimos años han sido difíciles. No sabe si eso la ha hecho más dura, seguramente más impermeable.
El padre Iván ha tardado cinco años en apagarse. En apagarse del todo, porque estaba en coma desde la última operación, allá por el año 2013. Parece mentira cómo el tiempo ha excavado su camino. Ya están en 2018. En el 14 de abril de 2018 para ser exactos. En los últimos años, Vanesa ha perdido su trabajo y a la mayoría de sus amigos. De la dignidad mejor ni acordarse.
Franquea el bosque de personas que aguardan de pie tras los bancos de madera. Coge posición a mitad de altura de la hilera
de asientos. No quiere ponerse en la parte de adelante, como los familiares, ni en la de atrás, igual que los que se acercan únicamente a husmear. Está allí por obligación. Obligación legal más que moral. Hace tiempo que no considera al padre Iván un pariente, alguien querido.
Observa a un anciano que le hace un hueco en la tercera fila. Ella le sonríe agradeciendo el gesto, mira hacia atrás y se sienta al lado. El recuerdo de su tío sigue teniendo una fuerza descomunal en ese lugar, a la vista de cómo está de abarrotado el templo. Hay religiosos de diferentes lugares del país, desde cardenales a simples párrocos rurales; también alguno llegado desde el Vaticano e infinidad de curiosos del pueblo y otros de alrededor. De la familia, únicamente están sus padres y ella.
En ese momento recuerda una de las frases que más repetía su malogrado tío: «Lo importante no es hasta donde llegas en la vida, sino si puedes mirar atrás sin vergüenza». Iván no ha conseguido escapar de la vergüenza. Ese hombre la ha decepcionado como ninguna otra persona en el mundo.
Hubo un tiempo en el que no fue así. Un tiempo en el que era ese familiar entrañable al que estaba deseando ver. Entonces, sus padres la llevaban al convento en la época estival, a ese lugar mágico en el que se quedaba unos días recorriendo sus solemnes estancias vestidas de piedra clara y quietud. Allí la gente era amistosa y fácil, se sentía más ella que nunca. Luego llegó su etapa de monitora en el convento, donde tuvo la oportunidad de convivir más con el prior y el resto de los religiosos. Fueron momentos increíbles. Aunque parezca mentira, hubo un tiempo en el que ella fue una persona feliz. Hasta que llegaron esas muertes que lo cambiaron todo, que la transformaron en el ser gris que es ahora. En ese momento, el
antiguo prior, su tío, miró para otro lado, haciendo como si nada de aquello hubiera ocurrido. La persona responsable de salvaguardar el orden en ese lugar no hizo nada. Vanesa nunca pudo perdonárselo, jamás llegó a entender su comportamiento.
Aunque el padre Iván no era la única persona de su familia de la que se había alejado. Hacía años que no hablaba con sus padres, a pesar de que nunca habían discutido. No había hecho falta. Sabía que no querían saber nada de ella. Y no podía culparles. Entendía que no quisieran mantener el contacto después de lo que había dicho la prensa, de lo que decía la gente de ella. En la actualidad, sus progenitores eran dos extraños más con los que no tenía ninguna confianza.
Vanesa aguanta el sermón del párroco mejor de lo esperado. Cuando llega el momento de irse, espera a que la sala se vaya vaciando. Sus padres salen los primeros con el resto de las filas principales. Todos menos una delgada mujer con el pelo recogido de poco más de sesenta años, que parece esperar, igual que ella, a que se vaya el alboroto de personas que enfilan la salida.
Avanza hacia el pasillo central, pero la mujer se pone en su camino.
—Disculpe —carraspea Vanesa.
—Será usted la que tenga que disculparme —interpone la extraña sin mover un ápice de su postura.
—Necesito pasar para salir.
—No tenga tanta prisa, hija. Solo le robaré unos segundos. Vanesa la mira con impaciencia.
—Espero que sean de verdad unos segundos.
—Claro. Es usted tal y como me la habían descrito. Una joven con carácter. ¡Qué bien le hubiera venido ser así a su tío! —¿Quién es usted?
—Una antigua amiga de su tío Iván.
Vanesa se ha pasado los suficientes años en la Policía para saber que, cuando una mujer se define a sí misma como «antigua amiga» de alguien, en realidad es otra cosa.
—Le rogaría que nos ahorráramos los eufemismos. La extraña se remueve en su postura, mostrando un pequeño signo de incomodidad en el rostro.
—Hace mucho fui la prometida de su tío. Éramos pareja. Antes de que él se fuera a Roma.
Vanesa no sabe si esa mujer es una trastornada o simplemente quiere hacerse notar.
—Dudo mucho que la persona a la que se refiera sea mi tío. Creo que está equivocada. No quiero ser grosera, pero tengo prisa.
—Entiendo su sorpresa. Solo quería hacerle una advertencia. Después, no la molestaré más. Usted y sus padres están en peligro. Mientras su tío vivía, permanecían protegidos. Ya no. Deben tener cuidado.
—¿Qué está diciendo? ¿Me está amenazando?
La mujer sonríe de forma un tanto macabra, y en un tono más serio decide tutearla:
—Querida, no me has entendido. El problema no soy yo. Tu familia corre un serio peligro, aunque no por mi parte. Yo nada más que te estoy avisando. Hay personas que tenían cuentas pendientes con tu tío. Gente peligrosa, con tradiciones antiguas, que considera que los pecados pertenecen a los individuos y sus semejantes. Y que esos pecados también se
heredan. Esas personas hicieron un pacto para no tocar a tu tío, ni a vosotros. Pero ahora él no está.
La extraña no deja oportunidad a la réplica. Se da la vuelta y camina de manera torpe y apelmazada, hasta que llega a una fila en la que un hombre muy alto, cercano igualmente a los sesenta años, la coge del brazo y la acompaña con parsimonia hacia la salida.
Vanesa no quiere dar demasiado crédito a las palabras de esa mujer, aunque se siente molesta con el incidente. Parece un sinsentido demasiado turbio, un disparate para el que no tiene tiempo ni ganas. No es la primera vez en su vida que quieren intimidarla. Durante su época de inspectora de Policía, le ocurría con cierta recurrencia. Quizá no de una forma tan enigmática, ni metiendo a su familia por el medio, pero sabe por experiencia que esas amenazas habitualmente se quedan en nada.
Unas horas antes, la doctora Marta Pérez abre la puerta de su vivienda de la calle Toledo, en Madrid. Va en dirección al trabajo, en el Hospital Psiquiátrico José Germain. Ese día está pensativa, más bien preocupada. Salió la noche anterior con su amiga, la jueza Teresa Martín. Estuvieron en una de las fiestas privadas de la casa de la sierra del embajador de Venezuela, aunque no fue un día divertido, igual que otras veces. Tuvieron una acalorada discusión. Su amiga le montó una escena muy desagradable en medio del cóctel, ante la mirada atónita de los demás invitados. Justo después, la jueza se marchó del evento, y Marta tuvo que pedir un taxi para volver a casa.
Teresa está cada día más obsesionada con las cartas de Albert Pike y con ascender como sea en la logia a donde siguen yendo regularmente los miércoles desde hace ya más de cinco años. Es demasiado. Es algo patológico. Marta le ha propuesto que vaya a hablar con un compañero suyo, el doctor Felipe Salas, un especialista muy cualificado y con gran experiencia en el campo de las obsesiones y las ideas delirantes. Por supuesto, Teresa la ha mandado al carajo. Dice que su preocupación es desproporcionada. Y le ha sentado bastante mal que le sugiera buscar ayuda profesional. Más ahora si cabe, que se ha convertido en una de las juristas mejor valoradas del Tribunal Supremo. Y que incluso entra en las quinielas para ocupar algún cargo político del Ayuntamiento de Madrid, según se barrunta en los mentideros de la alta sociedad.
Marta se siente culpable. Quizá tenía que haber hecho algo antes de llegar a esa situación. Al principio siguió el juego de su amiga. Tenía su gracia abrazar aquellas teorías de las cartas, las hipótesis a las que llevaba, el proceso detectivesco…; era divertido. Incluso tenía cierta magia, la magia que llevan consigo las conspiraciones que nos hacen querer saber más de ellas, porque es como descifrar uno de esos grandes enigmas de siempre. Ha llegado el momento de frenarlo. De decir basta. La salud mental de su amiga está en juego. Y tiene que solucionarlo, aunque eso implique enfrentarse a ella. Como directora de un centro psiquiátrico, se pasa el día evaluando la situación de personas desequilibradas, tomando decisiones importantes sobre sus vidas. Hacerlo con tu mejor amiga es mucho más complicado. No para de darle vueltas al asunto en el recorrido de las escaleras que la llevan al garaje.
En realidad, ya ha hecho algo al respecto. Le ha tendido una especie de trampa a la jueza. Ha quedado con ella en su centro de trabajo, igual que otras veces, con la excusa de ir desde allí a un nuevo restaurante que han abierto cercano al centro. Cuando Teresa vaya a su despacho, estarán esperándola un par de celadores y la convencerán de que tiene que someterse sí o sí a tratamiento con el Dr. Salas. Conoce lo suficiente a su amiga como para saber que es necesario hacerlo así.
Marta está de los nervios. No sabe cómo va a resultar la idea. Teresa es una bomba a punto de estallar y puede pasar cualquier cosa. En los últimos meses, la jueza se ha peleado con diferentes personas de la logia a la que pertenecen. Dice que no se la trata en igualdad con otros miembros del grupo. El problema es el de siempre: ella quiere ascender en la organización más deprisa de lo que los miembros fundadores consideran que le corresponde. «Paparruchas», comenta siempre la jurista, con ese aire de superioridad que la acompaña últimamente.
No hay que darle más vueltas. Que sea lo que tenga que ser. Está todo dispuesto con el Dr. Salas y el personal del centro. También hay una habitación reservada en el módulo de máxima seguridad.
La psiquiatra avanza por el rellano del portal, con el nerviosismo propio de los días que juegas un partido en un terreno difícil. Se encuentra con un vecino, que la observa en una pose estática. Parece que estuviera esperándola.
—Buenos días, presidenta —comenta él con una sonrisa molesta.
—Buenas, Paco. Por favor, llámame Marta. El cargo no me durará nada más que este año.
Paco es un jubilado con intolerancia a la inactividad. De esos vecinos que no tienen nada mejor que hacer que fijarse en posibles problemas futuros.
—Claro, claro. Pero ahora es usted la presidenta de la comunidad. Y quería comentarle un par de aspectos. —Mira qué hora es, llego justa a trabajar. ¿No puede ser en otro momento?
—No se preocupe. La acompaño de camino al garaje. Me da tiempo.
Emprenden el recorrido escaleras abajo, a una velocidad más acusada de la habitual. La doctora no solo tiene prisa, debe intentar espantar a ese moscón cuanto antes.
—No sé si se ha fijado en que en el barrio cada día hay más delincuencia. ¿Ha visto los telediarios?
—Procuro no verlos. Tengo suficiente con el trabajo. —Pues debería. Han llegado varios grupos de bandas latinas. Delincuentes. Se pelean con armas en las calles, roban y podrían colarse en las casas. Deberíamos reforzar la seguridad.
—¿No crees que estás exagerando un poco?
—¡Desde luego que no! Tenemos que poner cámaras. —¿Y dónde quieres colocarlas?
—En la entrada del portal, en las zonas comunes y en los garajes, sobre todo en los garajes. Para esa gentuza es francamente sencillo colarse y atacar por ahí.
Llegan al piso subterráneo. Se detienen. Marta quiere acabar la conversación:
—Está bien. Me lo apunto para trasladarlo a la junta en la próxima reunión. Comprenderás que es algo que no puedo decidir yo sola.
—¡Pero no podemos esperar a la próxima reunión! —De acuerdo… Veré la posibilidad de hacer una reunión extraordinaria. Ahora tengo que irme. Aquí nos separamos. Paco se para frente a la psiquiatra, pensativo, con una mirada casi satisfecha. Y ante sus ojos, ella atraviesa el acceso a los garajes.
Marta busca en su bolso las llaves del coche entre la ensalada de objetos que transporta una mujer consigo mientras camina con celeridad. Maldice su suerte a la vez que piensa que necesita un vehículo de esos en los que no es necesario darle al mando de la llave para que se abra, para ella uno de los mayores avances de automoción en los últimos tiempos. Cuando por fin adivina que la tiene en su mano derecha, aprieta el botón del mando. El coche emite el característico pitido de apertura a compás con el encendido de sus intermitentes. Sin embargo, no tiene ocasión de entrar en su imponente BMW X5 azul cobalto. Antes de llegar al vehículo, un pinchazo en el cuello le provoca un fuerte mareo. Se detiene, aturdida; los objetos dan vueltas sobre ella, hasta que pierde el conocimiento y cae al suelo.
A esa misma hora, 66 años antes, en el municipio segoviano de Linares del Arroyo, Blas Luna, un campesino de 23 años, corre calle abajo desde la iglesia del pueblo. Quiere encontrarse con Cristina, su amada, de la misma edad. Cristina es una joven atractiva y risueña a la que no le faltan pretendientes, que aspira a casarse con un buen marido. Blas aún no es esa persona, pero anhela serlo algún día. Porque él aspira a infinidad de cosas, a pesar de que la mayoría de ellas sean incompatibles entre sí. A
diferencia de Cristina, él no quiere salir del entorno rural en el que viven. Pretende ser alguien importante: un investigador, o un periodista, o un filósofo, o todo junto, y viajar por el mundo. Eso sí, teniendo su hogar allí y a Cristina con él. Y un montón de hijos. Y ser feliz.
Su unión no está bien vista por las familias de ambos. Menos aún en el entorno político en el que se encuentra el país. Ella tiene una procedencia humilde, justo lo contrario que él. Y ese es un obstáculo demasiado complicado para saltárselo por las buenas, sin pagar los peajes a los que obliga la sociedad del momento.
Para Blas y Cristina, ese es uno de los instantes más importantes de sus vidas. Ya hay una fecha para abrir las compuertas de la presa que inundará el pueblo. Será en pocas semanas. El Instituto Nacional de Colonización ha dado un ultimátum a los habitantes del pueblo: deben recoger sus pertenencias y trasladarlas con prontitud al pueblo colono, donde les han obligado a irse a vivir. Linares de La Vid, dicen que se llamará.
El Generalísimo, con la intención de crear nuevas zonas de regadío que abastezcan de alimento a la población después de la guerra, ha elegido por el país diferentes emplazamientos donde construir embalses. Y a ellos les ha tocado. Habrá turnos de traslados de varias familias con sus respectivos ganados. Parece mentira que, a 18 kilómetros de distancia y sustituyendo tan solo la ribera del río Riaza por la del Duero, cambien tantas circunstancias: de Segovia se trasladarán a Burgos, de unas tierras ricas, llenas de montañas, riscos y abundante fauna a una llanura sin casi vida.
Blas llega extasiado y se detiene delante de Cristina.
—¿Has oído lo del pantano? —pregunta Cristina, nerviosa. —Sí, ya es inminente. El pueblo quedará sepultado en poco tiempo. Por eso he venido a verte.
—¿A mí? Tendrías que estar recogiendo lo que puedas para irte, igual que está haciendo todo el mundo.
—He estado pensando en lo que hablamos el último día, en las eras. ¿Y si nos vamos tú y yo a otro sitio? ¿Y si nos fugamos juntos?
—¿Lo dices en serio?
—Claro. Totalmente…
Cristina empieza a llorar. Abraza a Blas y hunde su cabeza en el pecho de él.
—Espero que lo digas en serio. No aguanto más. No paro de darle vueltas a cómo hacerlo. No quiero ir a ese otro lugar. A ese pueblo colono de otra provincia.
—Nos escaparemos. Y viviremos en donde nosotros queramos.
Cristina se queda con la mirada perdida en el horizonte. Sus ojos vidriosos hablan por ella:
—Pero es imposible.
—¿Por qué es imposible?
—Porque yo me quiero quedar aquí. Porque gente como tu padre nos quiere obligar a que nos marchemos de nuestro hogar para siempre.
Cristina solloza de nuevo y se echa las manos a la cara. —Mi padre no tiene la culpa. No tuvo opción. Es una orden directa de Franco.
—¿De verdad quieres que nos escapemos? —insiste ella. —Si es lo que tú quieres…
—Al menos podemos huir de ese pueblo maldito al que nos quieren llevar. Pero… ¿de qué viviremos?
—Tengo dinero ahorrado de trabajos que hice en el campo a diferentes vecinos.
—Eso no será suficiente para establecernos en otro lugar.
¿Tú has pensado en todo lo que se necesita para iniciar una nueva vida?
—Yo solamente quiero estar contigo.
—Eso no basta, Blas.
Se vuelven a callar. La realidad es tozuda y difícil. —¿Y qué podemos hacer? —pregunta él.
—Hay que conseguir más dinero.
—Está bien. Lo conseguiremos.
—No, Blas. Es en serio. Necesitamos dinero. Tu familia lo tiene.
—Mi familia jamás me dará un real y menos si es para algo relacionado contigo. Ya lo sabes.
—Por eso tenemos que robarlo.
—¿Cómo?
—Tú mismo acabas de decirlo. Ellos nunca nos darían nada.
—Sí, pero ¿robar el qué? Que yo sepa, mis padres no tienen nada en efectivo.
—Venga, no me trates por tonta. Tu padre, como alcalde, se llevó una mordida al acceder a que el pueblo fuera sepultado por el pantano. Se dice que un alto cargo del régimen vino expresamente para hacer el acuerdo. Y que intercedió un cardenal de la Iglesia. Le dieron varias joyas, crucifijos y cálices de oro para pagarle. Se lo llevaron en un cofre pequeño de madera. La gente de los alrededores habla de eso.
—Claro, yo también lo he oído, pero no creo que sea más que una historia inventada. Jamás he visto por casa ningún cofre de esas características.
—Tiene que estar. Debes localizarlo y fijarte bien dónde lo coloca tu padre en el carro que uséis para salir del pueblo. Así podremos acceder a él.
—Pero, aunque existiera ese baúl o cofre, ¿y si no consigo encontrarlo? ¿Y si ya lo ha llevado mi padre al pueblo nuevo en uno de los viajes que ha hecho para llevar cosas a la casa nueva?
—No. Tu padre querrá asegurarse de que está con él el mayor tiempo posible. No lo va a dejar en ningún lugar sin vigilancia. Y se lo llevará en el último viaje que haga para irse definitivamente al pueblo nuevo.
—Está bien. A pesar de que no veo claro cómo vamos a robarlo.
—No lo haríamos nosotros. Conozco a un par de amigos que pueden ayudarnos. Ellos se encargarían de llevarlo a cabo. Solo habría que darles un pequeño porcentaje.
—No lo sé —duda él.
El silencio es un obstáculo más.
—Blas, ¿tú me quieres?
—Más que a nada en este mundo. Haría lo que fuera por estar contigo.
—Yo también. Quiero que seas mi marido.
—Y que tengamos hijos —añade él.
—¿Hijos? En plural —sonríe ella con una pizca de vergüenza.
—Un montón de ellos. Ya sé cómo los llamaría. —¿En serio? ¿Y cómo llamarías a nuestro futuro hijo? —Al primero: Iván. Igual que mi hermano mayor, el que falleció en la guerra.
—Iván…
—¿Te gusta?
—Creo que sí. Entonces, ¿estás dispuesto a arriesgarte? —Está bien. Vamos a hacerlo. Por nuestro futuro hijo. —Por Iván.