Víctor Herrero

La Mentira de Luzbel

Capítulo 1
El funeral del padre Iván

Vanesa aparece de forma abrupta por la puerta principal. En la  iglesia de Santa María de La Vid no cabe un alma más, y las  miradas se disparan sobre su cuerpo igual que una lluvia de  cerbatanas bien condimentadas. 

Llega tarde, quizá no tanto como para ser un insulto. Aun  así, parece bastante inapropiado presentarse cuando el cura ya  ha empezado el sermón del funeral de su tío Iván, el antiguo  prior del monasterio. Por suerte, ya tiene la piel curtida y los  gestos de desaprobación no la hieren en exceso. Los últimos  años han sido difíciles. No sabe si eso la ha hecho más dura,  seguramente más impermeable. 

El padre Iván ha tardado cinco años en apagarse. En  apagarse del todo, porque estaba en coma desde la última  operación, allá por el año 2013. Parece mentira cómo el tiempo  ha excavado su camino. Ya están en 2018. En el 14 de abril de  2018 para ser exactos. En los últimos años, Vanesa ha perdido  su trabajo y a la mayoría de sus amigos. De la dignidad mejor  ni acordarse. 

Franquea el bosque de personas que aguardan de pie tras los  bancos de madera. Coge posición a mitad de altura de la hilera 

de asientos. No quiere ponerse en la parte de adelante, como  los familiares, ni en la de atrás, igual que los que se acercan  únicamente a husmear. Está allí por obligación. Obligación  legal más que moral. Hace tiempo que no considera al padre  Iván un pariente, alguien querido. 

Observa a un anciano que le hace un hueco en la tercera fila.  Ella le sonríe agradeciendo el gesto, mira hacia atrás y se sienta  al lado. El recuerdo de su tío sigue teniendo una fuerza  descomunal en ese lugar, a la vista de cómo está de abarrotado  el templo. Hay religiosos de diferentes lugares del país, desde  cardenales a simples párrocos rurales; también alguno llegado  desde el Vaticano e infinidad de curiosos del pueblo y otros de  alrededor. De la familia, únicamente están sus padres y ella. 

En ese momento recuerda una de las frases que más repetía  su malogrado tío: «Lo importante no es hasta donde llegas en  la vida, sino si puedes mirar atrás sin vergüenza». Iván no ha  conseguido escapar de la vergüenza. Ese hombre la ha  decepcionado como ninguna otra persona en el mundo. 

Hubo un tiempo en el que no fue así. Un tiempo en el que  era ese familiar entrañable al que estaba deseando ver.  Entonces, sus padres la llevaban al convento en la época estival,  a ese lugar mágico en el que se quedaba unos días recorriendo  sus solemnes estancias vestidas de piedra clara y quietud. Allí la  gente era amistosa y fácil, se sentía más ella que nunca. Luego  llegó su etapa de monitora en el convento, donde tuvo la  oportunidad de convivir más con el prior y el resto de los  religiosos. Fueron momentos increíbles. Aunque parezca  mentira, hubo un tiempo en el que ella fue una persona feliz.  Hasta que llegaron esas muertes que lo cambiaron todo, que la  transformaron en el ser gris que es ahora. En ese momento, el 

antiguo prior, su tío, miró para otro lado, haciendo como si  nada de aquello hubiera ocurrido. La persona responsable de  salvaguardar el orden en ese lugar no hizo nada. Vanesa nunca  pudo perdonárselo, jamás llegó a entender su comportamiento.  

Aunque el padre Iván no era la única persona de su familia  de la que se había alejado. Hacía años que no hablaba con sus  padres, a pesar de que nunca habían discutido. No había hecho  falta. Sabía que no querían saber nada de ella. Y no podía  culparles. Entendía que no quisieran mantener el contacto  después de lo que había dicho la prensa, de lo que decía la gente  de ella. En la actualidad, sus progenitores eran dos extraños  más con los que no tenía ninguna confianza.  

Vanesa aguanta el sermón del párroco mejor de lo esperado.  Cuando llega el momento de irse, espera a que la sala se vaya  vaciando. Sus padres salen los primeros con el resto de las filas  principales. Todos menos una delgada mujer con el pelo  recogido de poco más de sesenta años, que parece esperar, igual  que ella, a que se vaya el alboroto de personas que enfilan la  salida.  

Avanza hacia el pasillo central, pero la mujer se pone en su  camino.  

—Disculpe —carraspea Vanesa.  

—Será usted la que tenga que disculparme —interpone la  extraña sin mover un ápice de su postura.  

—Necesito pasar para salir.  

—No tenga tanta prisa, hija. Solo le robaré unos segundos. Vanesa la mira con impaciencia.  

—Espero que sean de verdad unos segundos. 

—Claro. Es usted tal y como me la habían descrito. Una  joven con carácter. ¡Qué bien le hubiera venido ser así a su tío!  —¿Quién es usted? 

—Una antigua amiga de su tío Iván. 

Vanesa se ha pasado los suficientes años en la Policía para  saber que, cuando una mujer se define a sí misma como  «antigua amiga» de alguien, en realidad es otra cosa.  

—Le rogaría que nos ahorráramos los eufemismos.  La extraña se remueve en su postura, mostrando un  pequeño signo de incomodidad en el rostro. 

—Hace mucho fui la prometida de su tío. Éramos pareja.  Antes de que él se fuera a Roma.  

Vanesa no sabe si esa mujer es una trastornada o  simplemente quiere hacerse notar. 

—Dudo mucho que la persona a la que se refiera sea mi tío.  Creo que está equivocada. No quiero ser grosera, pero tengo  prisa.  

—Entiendo su sorpresa. Solo quería hacerle una  advertencia. Después, no la molestaré más. Usted y sus padres  están en peligro. Mientras su tío vivía, permanecían protegidos.  Ya no. Deben tener cuidado.  

—¿Qué está diciendo? ¿Me está amenazando?  

La mujer sonríe de forma un tanto macabra, y en un tono  más serio decide tutearla: 

—Querida, no me has entendido. El problema no soy yo.  Tu familia corre un serio peligro, aunque no por mi parte. Yo  nada más que te estoy avisando. Hay personas que tenían  cuentas pendientes con tu tío. Gente peligrosa, con tradiciones  antiguas, que considera que los pecados pertenecen a los  individuos y sus semejantes. Y que esos pecados también se 

heredan. Esas personas hicieron un pacto para no tocar a tu  tío, ni a vosotros. Pero ahora él no está. 

La extraña no deja oportunidad a la réplica. Se da la vuelta y  camina de manera torpe y apelmazada, hasta que llega a una fila  en la que un hombre muy alto, cercano igualmente a los sesenta  años, la coge del brazo y la acompaña con parsimonia hacia la  salida.  

Vanesa no quiere dar demasiado crédito a las palabras de esa  mujer, aunque se siente molesta con el incidente. Parece un  sinsentido demasiado turbio, un disparate para el que no tiene  tiempo ni ganas. No es la primera vez en su vida que quieren  intimidarla. Durante su época de inspectora de Policía, le ocurría con cierta recurrencia. Quizá no de una forma tan  enigmática, ni metiendo a su familia por el medio, pero sabe  por experiencia que esas amenazas habitualmente se quedan en  nada.  

Unas horas antes, la doctora Marta Pérez abre la puerta de su  vivienda de la calle Toledo, en Madrid. Va en dirección al  trabajo, en el Hospital Psiquiátrico José Germain. Ese día está  pensativa, más bien preocupada. Salió la noche anterior con su  amiga, la jueza Teresa Martín. Estuvieron en una de las fiestas  privadas de la casa de la sierra del embajador de Venezuela,  aunque no fue un día divertido, igual que otras veces. Tuvieron  una acalorada discusión. Su amiga le montó una escena muy  desagradable en medio del cóctel, ante la mirada atónita de los  demás invitados. Justo después, la jueza se marchó del evento,  y Marta tuvo que pedir un taxi para volver a casa.

Teresa está cada día más obsesionada con las cartas de  Albert Pike y con ascender como sea en la logia a donde siguen  yendo regularmente los miércoles desde hace ya más de cinco  años. Es demasiado. Es algo patológico. Marta le ha propuesto  que vaya a hablar con un compañero suyo, el doctor Felipe  Salas, un especialista muy cualificado y con gran experiencia en  el campo de las obsesiones y las ideas delirantes. Por supuesto,  Teresa la ha mandado al carajo. Dice que su preocupación es  desproporcionada. Y le ha sentado bastante mal que le sugiera  buscar ayuda profesional. Más ahora si cabe, que se ha  convertido en una de las juristas mejor valoradas del Tribunal  Supremo. Y que incluso entra en las quinielas para ocupar algún  cargo político del Ayuntamiento de Madrid, según se barrunta  en los mentideros de la alta sociedad. 

Marta se siente culpable. Quizá tenía que haber hecho algo  antes de llegar a esa situación. Al principio siguió el juego de su  amiga. Tenía su gracia abrazar aquellas teorías de las cartas, las  hipótesis a las que llevaba, el proceso detectivesco…; era  divertido. Incluso tenía cierta magia, la magia que llevan  consigo las conspiraciones que nos hacen querer saber más de  ellas, porque es como descifrar uno de esos grandes enigmas  de siempre. Ha llegado el momento de frenarlo. De decir basta.  La salud mental de su amiga está en juego. Y tiene que  solucionarlo, aunque eso implique enfrentarse a ella. Como  directora de un centro psiquiátrico, se pasa el día evaluando la  situación de personas desequilibradas, tomando decisiones  importantes sobre sus vidas. Hacerlo con tu mejor amiga es  mucho más complicado. No para de darle vueltas al asunto en  el recorrido de las escaleras que la llevan al garaje. 

En realidad, ya ha hecho algo al respecto. Le ha tendido una  especie de trampa a la jueza. Ha quedado con ella en su centro  de trabajo, igual que otras veces, con la excusa de ir desde allí a  un nuevo restaurante que han abierto cercano al centro.  Cuando Teresa vaya a su despacho, estarán esperándola un par  de celadores y la convencerán de que tiene que someterse sí o  sí a tratamiento con el Dr. Salas. Conoce lo suficiente a su  amiga como para saber que es necesario hacerlo así. 

Marta está de los nervios. No sabe cómo va a resultar la idea.  Teresa es una bomba a punto de estallar y puede pasar cualquier  cosa. En los últimos meses, la jueza se ha peleado con  diferentes personas de la logia a la que pertenecen. Dice que no  se la trata en igualdad con otros miembros del grupo. El  problema es el de siempre: ella quiere ascender en la  organización más deprisa de lo que los miembros fundadores  consideran que le corresponde. «Paparruchas», comenta  siempre la jurista, con ese aire de superioridad que la acompaña  últimamente.  

No hay que darle más vueltas. Que sea lo que tenga que ser.  Está todo dispuesto con el Dr. Salas y el personal del centro.  También hay una habitación reservada en el módulo de máxima  seguridad.  

La psiquiatra avanza por el rellano del portal, con el  nerviosismo propio de los días que juegas un partido en un  terreno difícil. Se encuentra con un vecino, que la observa en  una pose estática. Parece que estuviera esperándola.  

—Buenos días, presidenta —comenta él con una sonrisa  molesta.  

—Buenas, Paco. Por favor, llámame Marta. El cargo no me  durará nada más que este año. 

Paco es un jubilado con intolerancia a la inactividad. De esos  vecinos que no tienen nada mejor que hacer que fijarse en  posibles problemas futuros.  

—Claro, claro. Pero ahora es usted la presidenta de la  comunidad. Y quería comentarle un par de aspectos.  —Mira qué hora es, llego justa a trabajar. ¿No puede ser en  otro momento?  

—No se preocupe. La acompaño de camino al garaje. Me  da tiempo. 

Emprenden el recorrido escaleras abajo, a una velocidad  más acusada de la habitual. La doctora no solo tiene prisa, debe  intentar espantar a ese moscón cuanto antes.  

—No sé si se ha fijado en que en el barrio cada día hay más  delincuencia. ¿Ha visto los telediarios? 

—Procuro no verlos. Tengo suficiente con el trabajo.  —Pues debería. Han llegado varios grupos de bandas  latinas. Delincuentes. Se pelean con armas en las calles, roban  y podrían colarse en las casas. Deberíamos reforzar la  seguridad.  

—¿No crees que estás exagerando un poco? 

—¡Desde luego que no! Tenemos que poner cámaras. —¿Y dónde quieres colocarlas? 

—En la entrada del portal, en las zonas comunes y en los  garajes, sobre todo en los garajes. Para esa gentuza es  francamente sencillo colarse y atacar por ahí.  

Llegan al piso subterráneo. Se detienen. Marta quiere acabar  la conversación: 

—Está bien. Me lo apunto para trasladarlo a la junta en la  próxima reunión. Comprenderás que es algo que no puedo  decidir yo sola. 

—¡Pero no podemos esperar a la próxima reunión! —De acuerdo… Veré la posibilidad de hacer una reunión  extraordinaria. Ahora tengo que irme. Aquí nos separamos.  Paco se para frente a la psiquiatra, pensativo, con una  mirada casi satisfecha. Y ante sus ojos, ella atraviesa el acceso a  los garajes.  

Marta busca en su bolso las llaves del coche entre la ensalada  de objetos que transporta una mujer consigo mientras camina  con celeridad. Maldice su suerte a la vez que piensa que necesita  un vehículo de esos en los que no es necesario darle al mando  de la llave para que se abra, para ella uno de los mayores  avances de automoción en los últimos tiempos. Cuando por fin  adivina que la tiene en su mano derecha, aprieta el botón del  mando. El coche emite el característico pitido de apertura a  compás con el encendido de sus intermitentes. Sin embargo,  no tiene ocasión de entrar en su imponente BMW X5 azul  cobalto. Antes de llegar al vehículo, un pinchazo en el cuello le provoca un fuerte mareo. Se detiene, aturdida; los objetos dan  vueltas sobre ella, hasta que pierde el conocimiento y cae al  suelo. 

A esa misma hora, 66 años antes, en el municipio segoviano de  Linares del Arroyo, Blas Luna, un campesino de 23 años, corre  calle abajo desde la iglesia del pueblo. Quiere encontrarse con  Cristina, su amada, de la misma edad. Cristina es una joven  atractiva y risueña a la que no le faltan pretendientes, que aspira  a casarse con un buen marido. Blas aún no es esa persona, pero  anhela serlo algún día. Porque él aspira a infinidad de cosas, a  pesar de que la mayoría de ellas sean incompatibles entre sí. A 

diferencia de Cristina, él no quiere salir del entorno rural en el  que viven. Pretende ser alguien importante: un investigador, o  un periodista, o un filósofo, o todo junto, y viajar por el mundo.  Eso sí, teniendo su hogar allí y a Cristina con él. Y un montón  de hijos. Y ser feliz.  

Su unión no está bien vista por las familias de ambos.  Menos aún en el entorno político en el que se encuentra el país.  Ella tiene una procedencia humilde, justo lo contrario que él. Y  ese es un obstáculo demasiado complicado para saltárselo por  las buenas, sin pagar los peajes a los que obliga la sociedad del  momento.  

Para Blas y Cristina, ese es uno de los instantes más  importantes de sus vidas. Ya hay una fecha para abrir las  compuertas de la presa que inundará el pueblo. Será en pocas  semanas. El Instituto Nacional de Colonización ha dado un  ultimátum a los habitantes del pueblo: deben recoger sus  pertenencias y trasladarlas con prontitud al pueblo colono,  donde les han obligado a irse a vivir. Linares de La Vid, dicen  que se llamará.  

El Generalísimo, con la intención de crear nuevas zonas de  regadío que abastezcan de alimento a la población después de  la guerra, ha elegido por el país diferentes emplazamientos  donde construir embalses. Y a ellos les ha tocado. Habrá turnos  de traslados de varias familias con sus respectivos ganados.  Parece mentira que, a 18 kilómetros de distancia y sustituyendo  tan solo la ribera del río Riaza por la del Duero, cambien tantas  circunstancias: de Segovia se trasladarán a Burgos, de unas  tierras ricas, llenas de montañas, riscos y abundante fauna a una  llanura sin casi vida. 

Blas llega extasiado y se detiene delante de Cristina. 

—¿Has oído lo del pantano? —pregunta Cristina, nerviosa.  —Sí, ya es inminente. El pueblo quedará sepultado en poco  tiempo. Por eso he venido a verte.  

—¿A mí? Tendrías que estar recogiendo lo que puedas para  irte, igual que está haciendo todo el mundo.  

—He estado pensando en lo que hablamos el último día,  en las eras. ¿Y si nos vamos tú y yo a otro sitio? ¿Y si nos  fugamos juntos?  

—¿Lo dices en serio?  

—Claro. Totalmente… 

Cristina empieza a llorar. Abraza a Blas y hunde su cabeza  en el pecho de él. 

—Espero que lo digas en serio. No aguanto más. No paro  de darle vueltas a cómo hacerlo. No quiero ir a ese otro lugar.  A ese pueblo colono de otra provincia.  

—Nos escaparemos. Y viviremos en donde nosotros  queramos.  

Cristina se queda con la mirada perdida en el horizonte. Sus  ojos vidriosos hablan por ella: 

—Pero es imposible. 

—¿Por qué es imposible? 

—Porque yo me quiero quedar aquí. Porque gente como tu  padre nos quiere obligar a que nos marchemos de nuestro  hogar para siempre.  

Cristina solloza de nuevo y se echa las manos a la cara.  —Mi padre no tiene la culpa. No tuvo opción. Es una  orden directa de Franco. 

—¿De verdad quieres que nos escapemos? —insiste ella.  —Si es lo que tú quieres… 

—Al menos podemos huir de ese pueblo maldito al que nos  quieren llevar. Pero… ¿de qué viviremos? 

—Tengo dinero ahorrado de trabajos que hice en el campo  a diferentes vecinos.  

—Eso no será suficiente para establecernos en otro lugar. 

¿Tú has pensado en todo lo que se necesita para iniciar una  nueva vida? 

—Yo solamente quiero estar contigo.  

—Eso no basta, Blas. 

Se vuelven a callar. La realidad es tozuda y difícil. —¿Y qué podemos hacer? —pregunta él. 

—Hay que conseguir más dinero.  

—Está bien. Lo conseguiremos.  

—No, Blas. Es en serio. Necesitamos dinero. Tu familia lo  tiene. 

—Mi familia jamás me dará un real y menos si es para algo  relacionado contigo. Ya lo sabes.  

—Por eso tenemos que robarlo.  

—¿Cómo?  

—Tú mismo acabas de decirlo. Ellos nunca nos darían  nada. 

—Sí, pero ¿robar el qué? Que yo sepa, mis padres no tienen  nada en efectivo.  

—Venga, no me trates por tonta. Tu padre, como alcalde,  se llevó una mordida al acceder a que el pueblo fuera sepultado  por el pantano. Se dice que un alto cargo del régimen vino  expresamente para hacer el acuerdo. Y que intercedió un  cardenal de la Iglesia. Le dieron varias joyas, crucifijos y cálices  de oro para pagarle. Se lo llevaron en un cofre pequeño de  madera. La gente de los alrededores habla de eso.  

—Claro, yo también lo he oído, pero no creo que sea más  que una historia inventada. Jamás he visto por casa ningún  cofre de esas características.  

—Tiene que estar. Debes localizarlo y fijarte bien dónde lo  coloca tu padre en el carro que uséis para salir del pueblo. Así  podremos acceder a él. 

—Pero, aunque existiera ese baúl o cofre, ¿y si no consigo  encontrarlo? ¿Y si ya lo ha llevado mi padre al pueblo nuevo en  uno de los viajes que ha hecho para llevar cosas a la casa nueva? 

—No. Tu padre querrá asegurarse de que está con él el  mayor tiempo posible. No lo va a dejar en ningún lugar sin  vigilancia. Y se lo llevará en el último viaje que haga para irse  definitivamente al pueblo nuevo.  

—Está bien. A pesar de que no veo claro cómo vamos a  robarlo.  

—No lo haríamos nosotros. Conozco a un par de amigos  que pueden ayudarnos. Ellos se encargarían de llevarlo a cabo.  Solo habría que darles un pequeño porcentaje.  

—No lo sé —duda él.  

El silencio es un obstáculo más.  

—Blas, ¿tú me quieres? 

—Más que a nada en este mundo. Haría lo que fuera por  estar contigo.  

—Yo también. Quiero que seas mi marido.  

—Y que tengamos hijos —añade él. 

—¿Hijos? En plural —sonríe ella con una pizca de  vergüenza.  

—Un montón de ellos. Ya sé cómo los llamaría.  —¿En serio? ¿Y cómo llamarías a nuestro futuro hijo? —Al primero: Iván. Igual que mi hermano mayor, el que  falleció en la guerra. 

—Iván… 

—¿Te gusta? 

—Creo que sí. Entonces, ¿estás dispuesto a arriesgarte? —Está bien. Vamos a hacerlo. Por nuestro futuro hijo.  —Por Iván. 

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